Vayamos directamente al trapo. Visto lo visto, ¿qué tenemos? Lo siguiente: ¿Quién tiene el ataque explosivo más duro? Pogacar. ¿Quién baja mejor en situación de nervio y crisis? Pogacar. ¿Quién sube mejor a ritmo en rampas constantes y largas? Vingegaard. ¿Quién es el más cabezota? Evenepoel. ¿Quién es el pupas? Roglic. Y la pregunta clave: ¿Cuál de estas circunstancias puede cambiar en lo que queda de Tour? Todas. Ergo, siéntense en el sofá, échense hacia atrás, respiren hondo y, nada, a disfrutar.
Andamos, pues, con todo esto, un poco mareados. Porque aquí no hay nada claro y, lo más importante, es que tampoco estamos acostumbrados a esta incertidumbre. Y qué pasada, ¿eh?… Porque viendo como hemos visto durante tantos años Tours en los que se atacaba en los últimos kilómetros del último puerto -cuando no en el último kilómetro ya-, cuando venimos del ciclismo conservador -con perdón- en el que el miedo de todos mataba la carrera, ver a un líder atacar a 32km de meta, con tres puertos por delante, pues oigan, normal, normal, normal, no es en nuestro archivo.
Pero tanto no es normal como nos alegra este ciclismo en el que nadie tiene miedo sin dejar de lado, como siempre, la calculadora y la sangre fría que antaño mataba el espectáculo. Miren a Pogacar, que sabía que se la tenía que jugar a cara o cruz, y la jugada, pues no sé, regulera le ha salido, pero ahí está, luchando en lo que va a ser el principio de su gran batalla por conservarse amarillo. Y ahí, ojo avizor, el pequeño danés, un Vingegaard frío como el hielo que no entra al trapo del primer ataque del esloveno, repetimos, a 32 de meta, y que mira a ver si algún coleguita como él, de los que busca ganar este Tour, se va con él. Visto que no, se lanza, poco a poco, a ver si caza, y en el descenso lo cogen, y en el siguiente puerto estira el chicle hasta que Roglic, que hasta ese momento se había mostrado sólido en lo suyo, empieza a dejar pasar el aire entre la rueda de detrás del danés y la suya delantera.
Es ese momento en el que Vingegaard saca la confianza, su confianza, y se pone a remar hacia arriba, a su ritmo que sabe que tiene, y va recortando. Y se lo dicen desde el coche, chaval, que es tu momento, y primero ya ve al fondo a Pogacar, que mira para atrás con miedito, y sabe, el danés, que tiene ya la sartén por el mango. ¡Cómo puede cambiar todo en cuestión de unos minutos! La banca por los aires, los dos de nuevo juntos y sí, peleíta por la bonificación en el alto, pero ya descenso a meta con la subidita final mediante.
Y, ¿Cuál es la siguiente sorpresa? El sprint por la etapa. Oh, esa volata en mano a mano que de libro tenía que ser para el esloveno, pero que en el Tour, gastando fuerzas como ha sido, en semana y media que llevamos, pues se iguala. Tanto, que Vingegaard, que afronta los últimos metros delante, aparentemente con las de perder, se lanza primero y lo que le recorta Pogacar, que sale de la aspiración, es poco, porque encima el líder se sienta, una no, dos veces, y se vuelve a levantar. Usted lo sabe, lo sabe bien, que si haces eso es que esas piernas duelen.
Habría que añadir, al dolor de patas, el dolor en el coco. Porque hoy Jonas, si fuera todo carisma, podría sacar una media sonrisa, afilar la mirada y decir: «¿Qué os pensabais, colegas?». Hay carrera, mucha carrera, porque unos van a más, otros van a menos, pero como esto es tan largo y tan bonito, todo puede saltar por los aires en cualquier momento, porque además hay actores secundarios Bob como el tito Remco, que tiene un carácter y una rabia que eso mueve montañas. No sabemos si todas las que quedan por delante, pero sí muchas de ellas, para regocijo del personal, que esperamos más guerras de estas. Por favor.
Viva el Tour.