Iván Vega
Decía la Gazzetta el otro día que Wiggins volvía a su primer amor, la pista. Lo que en su día llamamos “back to basics” del ciclista más original que jamás hayamos conocido. Brad Wiggins lo hizo en Río, cerró el círculo, dieciséis años después se colgó el metal que le pone como el deportista británico más laureado de la historia en unos Juegos, no es cuestión baladí en un lugar donde el tema olímpico es cuestión de estado y el deporte la manifestación del poder que por otros lados ya no pueden ejercer. Si a la reina, si al imperio le queda un resquicio de su esplendor, en esta cita lo plasman.
Sir Bradley Wiggins: Cuando nuestros nietos nos pregunten por él hablaremos de un tipo que hizo de su singularidad el signo de su universalidad. Dicen que el velódromo de Río estaba entregado a su persona. Cualquiera que siga esto más allá de los números, más allá de los oros, platas y bronces, sabrá que en la persecución por equipos estaba una de las grandes citas de los juegos. Comparan a Wiggins con Bolt y Phelps, dede luego si un ciclista se puede medir con esa vara, es éste.
Leyenda sobre ruedas, para el ciclismo el triunfo de Wiggins tiene valor doble: lo proyecta en todos los juegos y lo consolidad en UK, donde esto ya pasa de pasion pasajera para convertirse en deporte nacional. “The hall of fame” del lugar no para de inscribir nombres ciclistas, Chris Hoy el abanderado de Londres, Chris Froome no para de crecer en el Tour, los velocistas siguen produciendo éxitos y Wiggins es la guinda, la joya de la corona, el corredor que ha hecho del ciclismo algo más, una forma de plasmar la rebeldía, el ir contra las formas, asentada en la ambición más admirable. Una manera de escapar, no sé, pero desde luego de proyectar un talento innato que va más allá de los límites del velódromo o de la montaña más alta de Francia, desde luego que sí.