Alejandro Valverde trazó un plan para este año. Empezaba por las clásicas, aunque a ellas ya llegó con el casillero inaugurado, luego quiso disputar el Giro de Italia, ayudó, en lo que pudo, a Nairo en el Tour, y optó al oro olímpico al que, una vez se vio sin opciones, no tuvo problema en renunciar en favor de Purito. Ya veis, aquella mal avenida pareja de Florencia hace tres años, tuvieron una penúltima hoja de servicio juntos, porque la ultima de haberla, sería en Lombardía con la “contractualmente” exigible vuelta de Purito a la competición antes de decir adiós definitivamente.
La Vuelta a España que acaba de finalizar no estaba en los planes de Valverde, a quien debió entrarle eso que le pasaba a los maestros barrocos, el “horror al vacío” imaginándose todo lo que quedaba de año sin objetivos a la vista. Cualquiera lo aguanta en casa. Por eso, tras el Tour anunció que estaría en España, en la grande que más le pone y mejor le ha tratado, intentando ayudar a Nairo y de paso, por si era factible, hacer el registro de Geminiani y Nencini, acabar las tres grandes en el top ten el mismo año. Una pena porque en la Vuelta se quedó a dos plazas de lograrlo.
Con esos mimbres Valverde se presentó en la carrera. Con esos mimbres, que no eran otros que un castigo inmenso en el cuerpo, y con excesivos objetivos: el top ten, etapa,… como para conciliarlos con Nairo y su objetivo de ganar. Durante el primer tercio de Vuelta, hasta la jornada francesa, sinceramente, veíamos a Valverde en el top ten y entrando en una esfera que sólo los dos ciclistas mentados habían conseguido en más de cien años de ciclismo.
Sin embargo, el Aubisque fue mucho para Valverde, quien ya de por sí las grandísimas jornadas de montaña se le suelen atragantar, mirad Corvara en el Giro. Si en Italia salió vivo, porque aún mantenía chispa, en la Vuelta las piernas se le volvieron de plomo y de idéntica manera cayó en la general.
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