Hace veinte años un niño mofletón y poderoso era el mejor ciclista del mundo. Era de Rostock, más allá del telón de acero. Había sido clave en el derrumbe de la fortaleza de Miguel Indurain, ayudando a Bjarne Riis a perpetrar su éxito , y estaba en capilla de tomar los galones él mismo en persona en el Tour.
Diez años después, la realidad se había mascullado de forma muy diferente a como Ullrich y los aficionados imaginaron. Sacado a empujones del ciclismo por la explosión de la Operación Puerto, emprendió una carrera a ninguna parte, para acabar reconociendo que había sido cliente de Eufemiano Fuentes, ese galeno que un día todos presumieron de conocer con la misma rapidez que negaron cualquier vínculo el día que las cosas se pusieron feas.
Recluido en la soledad del lago de Konstanza, un sitio donde por cierto no se debe vivir nada mal, Ullrich buscó en el silencio su mejor cortina de ruido para aislarse de un medio hostil. Tuvo a periodistas, a varios además, pendientes de él, de destriparle ante la opinión pública, de pisotear tanto su imagen, la del primer y único alemán en ganar el Tour, que sumieron al ciclismo en ese país en la peor pesadilla jamás soñada.
Sin equipos, sin carreras, sin casi estrellas, el circo de las dos ruedas penaba una condena quizás excesiva pero en todo caso con cara y ojos, la de Jan Ullrich. Un día Andreas Kloden, ante tanto desfalco contra el que fuera su compañero, le dijo a un aficionado: “¿Te gustaría que Jan acabara como Jiménez o Pantani? ¿te haría feliz?”.
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