Coges el teléfono. Buscas en el whatsapp el nombre de la persona con la que quieres contactar. Te quedas mirando el teléfono, con una extraña sensación de asco y aburrimiento. Delante de ti, en la pantalla del ordenador, un documento de poco más de dos folios. Exactamente, 1.302 palabras. “Esto es mucho más de lo que este tío merece”, piensas. Llevas un buen rato con él. Intentando ser lo más aséptico posible para contar su historia. Para no contaminar con tus propios prejuicios lo que el lector debe de ser capaz de evaluar por su propia cuenta. Echas un último vistazo y regresas al whatsapp. El mensaje siempre es el mismo. “Oye, que hay un fulano que ha escrito un libro contando sus mierdas y las del resto de pobres diablos que coincidieron con él en el equipo o en el pelotón. Es, otra vez, la misma mierda. La misma historia. Que si dopaje, que si drogas, que si fiestas, que si fulano le presentó a mengano. Que si tal doctor le recetó tal medicamento. Que si todos lo hacían. Que si él no quería, pero el director le obligaba. Que si él tenía una calidad del copón, pero como no se metía nada no podía seguir el ritmo”. Y, tras exponer el caso concreto, la gran pregunta que le haces siempre al director: “¿lo publicamos o no?”. Y entonces, por mucha libertad que uno tenga en su medio de escribir o decir lo que estime conveniente, uno se alegra enormemente de no ser el director y no tener que tomar la decisión. Porque el debate es, al menos para los que nos dedicamos a esta maldita profesión más bella del mundo que es el periodismo, importante: ¿debemos de dejar de publicar ciertas noticias para no dar mayor pábulo a según qué personajes o hay que presentarle al público todos los hechos que se van produciendo aún a riesgo de ser parte del ventilador que esparce la mierda?
“Publícalo”. Decisión tomada. Diez minutos después, tras poner unas cuantas negritas, corregir algún error ortográfico de esos que se descubren a última hora y elegir y poner en su sitio las fotos correspondientes, haces click sobre el botón ‘publicar’ y la historia se sube a la portada de Ciclo 21. Y, aunque la decisión no ha sido tuya, no dejas de tener una sensación de lástima por tener que hacerte eco de otro libro más con el que sabes que, a 19,99 euros la unidad de 224 páginas, su autor (autores en este último caso, porque como casi siempre hay un periodista de por medio) hará todavía un poco más rentable su triste paso por un deporte que ineludiblemente dirá amar y defender, pero del que no parece preocuparle demasiado si sale mejor o peor parado tras conocerse su historia. Una historia, por otro lado, que no suele ser, si nos ponemos exquisitos en cuanto a la relevancia de su protagonista en la Historia del ciclismo, merecedora de interés informativo alguno.
Está fuera de toda duda que conocer los secretos, grandezas y miserias de los grandes nombres de este deporte en aquellos años oscuros tiene un interés informativo enorme. Todos queremos saber. Todos queremos conocer. Todos queremos alcanzar a comprender si aquella locura de la que cada uno en su justa medida (medios de comunicación incluidos) fuimos partícipes, era un tren tan fuera de control como estos actores secundarios en busca de su último estertor de gloria pintan.
Thijs Zonneveld, ex ciclista y periodista que ha convertido en texto las palabras del último ex que ha decidido encender el aspersor de mierda, defiende su proyecto y a su garganta profunda. Tiene derecho a contar su historia. Es importante conocer el pasado para no repetirlo… argumentos todos que ya hemos oído y que, claro, tienen su parte de lógica.
Escondidos en el cobarde anonimato de las redes sociales, no tardan en aparecer los carroñeros resentidos que un día critican que no se hable de estos libros, el día siguiente reprochan su publicación y ponen en duda las partes que no cuadran con su verdad y al tercer día aprovechan para insultar a los periodistas que se hacen eco del asunto, eso sí, dando la cara con nombre y apellidos.
Y así, después de que todos los actores de este circo hayan planteado su jugada y pasadas ya 24 horas desde el pistoletazo de salida que supuso aquel “publícalo” enviado por whatsapp, uno sigue preguntándose si fue buena idea. Porque, al fin y al cabo, da lo mismo si este último fulano le pegaba al whisky o al tequila. Si le molaban las anfetas o el perico. Si lo que le ponían cachondo eran profesionales eslavas o maromos de latitudes tropicales. Todo eso, en realidad, da lo mismo.
Lo único que importa a estas alturas es que, de lo que realmente importa, o sea, de las trampas, ya lo sabemos todo. Se ponían hasta las cejas… pero entrenaban como cabrones. Iban al límite… también de la medicina. Lo arriesgaban todo en cada bajada… también en la que hacían a los infiernos de la farmacopea. Sí, todo eso es cierto. Pero no lo es menos que de eso han pasado ya diez años. ¿Ayuda en algo ahora saber qué hacía un tío tres días antes de la salida del Tour en una habitación de hotel de Londres? Pues no. Ni ayuda, ni interesa, ni aporta absolutamente nada.
El ciclismo ha cambiado. ¿Limpio al cien por cien? No, claro que no. Eso es algo que ni el ciclismo ni ningún otro deporte (o actividad humana) conseguirá nunca. Claro, los adalides del odio seguirán, desde sus anónimas atalayas, vomitando sus propias miserias poniendo a todo y a todos en duda. Insultando a todo aquel que no esté de acuerdo con su particular catequismo. Pero, ¿saben qué? Digan lo que digan esos profesionales del grito anónimo y publiquen lo que publiquen actores secundarios de aquellos años, los tiempos, por fortuna, han cambiado. El ciclismo, ahora, es creíble. O, al menos, tan creíble como cualquier otra actividad humana. No más, pero tampoco menos. Campan en él su particular porcentaje de genios de la bicicleta, de mediocres, de tramposos, de jóvenes soñadores, de veteranos resabiados y, claro, de tramposos e hijos de la gran puta que venderían a su propia madre por un momento de gloria. Pero ahora, no tengan duda, se les pilla. Les cazan a las primeras de cambio. Y eso es lo que importa. Que dentro de sólo seis semanas estaremos en 2017 y no en 2007.