Ángel Olmedo Jiménez / Ciclo 21
Pocos deportes como el ciclismo permiten que un anónimo participante y competidor obtenga una jornada de gloria que le convierta en parte de la historia de esta grandísima disciplina. La multitud de factores que han de coincidir para que un ciclista pueda alzar los brazos victoriosos en una línea de meta se multiplican, ampliando así las posibilidades de sorpresas, en pruebas de un día en las que, como en la París-Roubaix, el factor suerte (escenificado en ausencia de caídas, de pinchazos y demás percances) es netamente crucial.
Con todo, y como en la mayor parte de las películas, cuando el desenlace se aparta en demasía de lo esperado (y esperable), conviene estudiar, en detalle, las circunstancias que lo propiciaron, porque, por regla general, existirán aspectos que comulgarán de la épica y la heroicidad.
Hoy nos vamos a remontar a 2011, a la centésimo cuarta edición de uno de los Monumentos ciclistas por excelencia, la París-Roubaix, la carrera que premia a su ganador con un adoquín, como metáfora de la victoria del hombre sobre el dificultoso y pesado mantenimiento de la verticalidad sobre un firme traicionero y que convierte la conducción de la bicicleta en un fenómeno traqueteante.
Aquel 10 de abril, en el velódromo André Pétrieux, sin duda un lugar icónico de la tradición ciclista mundial, los espectadores congregados vieron, apasionados y sorprendidos a la vez, como un belga que no contaba en las quinielas, se atusaba su maillot del equipo Garmin-Cervelo y cosechaba el que sería el triunfo más relevante de su carrera que finaliza este año.
Su nombre era Johan van Summeren y había visto la luz en el municipio belga de Lommel el 4 de febrero de 1981. De su palmarés se conocía más bien poco, ya que apenas se recordaba una etapa en la Vuelta a Polonia de 2007 como profesional. Pero, como podrán entender, en el velódromo, aquella tarde eso apenas importaba. Su primera posición en Roubaix justificaba su presencia en el pelotón internacional y, además, le abría la puerta a ese libro de la historia que los aficionados al ciclismo no dejan de recordar año tras año.
La París-Roubaix de aquel año discurría por un total de 258 kilómetros, con un total de 27 sectores de pavés, lo que implicaba que el paquete tuviera que afrontar algo más de 50 kilómetros por ese irregular y peligroso sustento. 197 aventureros tomaron la partida en Compiègne, tan solo 108 podrían disfrutar de la ducha en los afamados y espartanos vestuarios del velódromo. Afortunadamente, la meteorología acompañó y la disputa de la carrera disfrutó de un radiante sol, algo no siempre habitual en la primavera francesa.
La cita se antojaba como un duelo entre dos de los más grandes especialistas, el belga Boonen (que había ganado las ediciones de 2005, 2008 y 2009, siendo segundo en 2006 y que volvería a ganar en 2012) y el suizo Cancellara (que se había alzado con el ansiado adoquín en 2006, 2010 y que repetiría en 2013, siendo tercero en 2014).
Los más madrugadores a la hora de intentarlo fueron Ben King y Bradley Wiggins, pero su experiencia se vio abocada al fracaso. Unos cuantos kilómetros más adelante, y aprovechando el primer sector de pavés, Troisville, un grupo de ocho hombres se lanzaba por delante. Entre ellos, Elmiger y el, a la postre, tercero Tjallingii.
En Arenberg, se produjo uno de los momentos decisivos de la prueba. Boonen pinchó y se encontró sin compañeros que pudieran ayudarle. El minuto que perdió hasta que consiguió volvió a reanudar la marcha hipotecó todas sus opciones en el día. Las desgracias no acabarían ahí para el belga, ya que, a unos 70 de meta, se vio envuelto en una caída que le obligó a abandonar.
Por delante, a la fuga de ocho, y gracias a un ataque de Lars Boom, se le unían otros hombres, entre ellos Van Summeren. Los escapados contaban con una ventaja, tras haber atravesado Arenberg, que les permitía disfrutar de un minuto de diferencia al decisivo Carrefour de l’Arbre.
Por detrás, la pieza principal del equipo Garmin-Cervelo, Thor Hushovd, se mantenía al acecho de Cancellara, quien veía cómo sus opciones se podían estar apagando por la fuga. No en vano, el suizo había lanzado un poderosísimo ataque a 50 de meta, en Mons en Pévèle, que se vio abortado por la labor de Hushovd y Ballan. Flecha, que aguantó al comienzo, no pudo seguir el ritmo de estos tres fuera de serie).
En Carrefour, Van Summeren lanzó su demarraje definitivo, marchándose solo y distanciando a sus compañeros de fuga. Sus esperanzas crecían, sobre todo, porque no existía entendimiento en el terceto que componían Cancellara, Hushovd y Ballan.
Pero la paz para Van Summeren no estaba asegurada. A falta de cinco kilómetros, un Cancellara completamente de los nervios por el marcaje que estaba sufriendo y la falta de colaboración para dar caza al fugado, lanzó un demarraje e intentó, en solitario, condenar las aspiraciones del belga. Sin embargo, en esta ocasión, el suizo hubo de conformarse con una más que meritoria segunda plaza, compareciendo en la línea de meta a 19 segundos del ganador final, junto al danés de Rabobank Tjallingii, que se adelantó en el sprint final a Rast.
Mientras esto ocurría, Van Summeren en estado de shock y sin haber limpiado su cara del barro y el polvo, se abrazaba y besaba a su novia, Jasmin, mientras lloraba, con alegría inusitada, su inesperado éxito. Para engrandecer la historia, el director del Garmin informó que el belga había llegado con la rueda trasera pinchada, algo que había pasado desapercibido para el resto de aficionados.
La carrera de Van Summeren jamás conoció una cota similar. Continuó en la estructura de Garmin hasta 2015, firmando dos años para el Ag2r. Una dolencia cardiaca le obligó a comunicar su abandono de la práctica profesional en junio de este año. Sea como fuere, en su vitrina, y en la retina de todos los aficionados, jamás faltará ese adoquín que le señala como el hombre que, sorprendentemente, se alzó con el triunfo en la Roubaix 2011.