No sé llamadlo pálpito, quizá corazonada, alguna de esas ocurrencias raras que uno no se atreve a poner nombre, pero cuando a finales del año pasado leí que Philippe Gilbert dejaba el BMC para volver a Bélgica, no al Lotto, y sí al Quick Step, pensé en lo beneficioso que sería para el valón retornar a unas huestes que, mirado ahora, nunca debió dejar, las de su hogar, su ciclismo y su gente.
Gilbert ha sido una suerte de campeón desdibujado durante cinco temporadas, cinco, vistiendo los colores “rossoneros” del BMC. Un ciclista con aureola, pero resultados muy alejados a lo exigible y previsible. Si hacía no sé cuántas temporadas que Gilbert no corría De Ronde, como termómetro de lo desconectado que estaba este ciclista de todo aquello que le distinguió y le hizo grande.
Del Gilbert de BMC tenemos retazos, coletazos sueltos: el Mundial en su lugar fetiche de Valkenburg, allí donde sus Árdenas llevan apellido neerlandés, la Amstel y etapas en Vuelta y Giro, en este último magistral, por cierto, demostrando que quien tuvo retuvo.
Cuando Philippe Gilbert ganó una etapa de la Vuelta a España en Tarragona hace casi cuatro años comentamos: “El Gilbert del Lotto era arrojado, consciente y certero. El Gilbert de BMC se ve apolillado y estacando”. Pues bien ahora podemos añadir que de azul, bueno azul maquillado con la tricolor belga, este corredor vuelve a los orígenes, al que ganó la Het Volk, de blanco FDJ, cuando esta carrera se llamaba así. Vuelve a ser el corredor suelto y dispuesto, que no necesita esperar al final para resolver. Que dice que quiere ganar esta carrera, la misma que ansían los mejores, y va y la gana atacando a 55 de meta.
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