Por Jordi Escrihuela
Si Miguel Induráin hubiese ganado el deseado sexto Tour, por el que tanto suspiramos tanto tiempo después, no se habría retirado prematuramente del ciclismo profesional, con tan “sólo” 32 años, un 2 de enero de 1997 con su anuncio que, no por esperado, nos consternó a todos los aficionados con la lectura de su ya famosa carta en la que ponía fin a su carrera, después de estar echándole el pulso a la historia durante cinco años en la competición ciclista más famosa del mundo.
Está claro que si Miguel se hubiera enfundado por sexta vez consecutiva el maillot amarillo definitivo del Tour, habría seguido corriendo una temporada más como mínimo.
Casi seguro aquel 1997 habría sido su último año, luciendo palmarés, retirándose en olor de multitudes en todas las carreras que hubiese participado.
Si Miguel Induráin hubiese ganado el sexto Tour…no se habría retirado porque tampoco antes, camino de los Lagos de Covadonga, lo hubiera hecho cuando, a la altura del hotel El Capitán, tuvo que poner intermitente a la derecha para dejar pasar a todo el pelotón y tomar la decisión de bajarse allí mismo de la bici, donde se hospedaba el equipo, y un cariacontecido Echávarri le abría la puerta del alojamiento con el rostro desencajado.
Porque aquel día, en aquel momento, en Cangas de Onís, Miguel no tendría que haber estado allí, ya que nunca tendría que haber corrido aquella Vuelta a la que le forzaron a participar después de su “no victoria” en el Tour. Sí, que digan lo que quieran los señores Unzué y Echávarri, pero llevaron a Induráin a participar en la ronda española como “castigo” por no haber ganado aquel Tour.
Si es que cualquier buen seguidor de Miguel sabía sobradamente que no estaba preparado, ni física ni psicológicamente, para presentarse en la línea de salida de aquella edición de la Vuelta, con la presión añadida de tener que ganarla, casi por obligación. La cúpula de Banesto obligó a Induráin a correr aquella Vuelta nada menos que después de ganar el oro de Atlanta.
¿Qué tenía que demostrar a aquellas alturas?
Aún hoy, no sabemos muy bien el qué.
¿Acaso Miguel tenía que aprobar en septiembre lo que había “suspendido” en julio?
¿O bien había de salvar la temporada como otro cualquier ciclista de menos prestigio, reputación o palmarés?
¿El peso del nombre de Miguel Induráin no era suficiente para darle crédito y aguardar a la siguiente temporada para intentar el asalto al tan cacareado sexto Tour?
Parece que todos estos argumentos no sirvieron para la dirección de Banesto que, a trancas y barrancas, enviaron al bueno de Miguel a ir a una Vuelta que no le apetecía para nada disputar.
El año había sido lo suficientemente duro, sobre todo a nivel mental, y durante el mes de septiembre es cuando Miguel, cada temporada por esas fechas, desconecta de la competición y piensa ya más en el merecido descanso que ir a sufrir en sus piernas las rampas indómitas de la Huesera.
Artículo completo en El Cuaderno de Joan Seguidor