Dice Jesús Herrada, segundo en la cima del Monte Aigoual después de una fuga de casi 190 kilómetros que “los éxitos en el Tour se venden muy caros” y no le falta razón al conquense, que ha viajado seis veces a la Grande Boucle, más que a las otras dos grandes del calendario juntas (dos Vueltas y un Giro) y, por ahora, no ha visto su número salir premiado del bombo. Pero el ciclismo, el Tour, no es una lotería y la suerte (otra cosa es la mala suerte) no tiene nada que ver en esto.
El pequeño de los Herrada nunca había estado tan cerca. En 2018 fue séptimo en La Rosière, pero entonces, superado, entre otros, por Geraint Thomas (ganador final), Tom Dumoulin (segundo en París) o Chris Froome (tercero en discordia); no rozó el premio gordo con la punta de los dedos como sí lo hizo acosando en la distancia a un enorme Alexey Lutsenko en las rampas del Col de la Lusette y en esa subida final al Monte Aigoual, no puntuable.
Fue la del corredor nacido en Mota del Cuervo una de esas batallas en las que, con las piernas fundidas, la cabeza se torna en fundamental. Jesús Herrada sabe sufrir y penar como el que más, pero a sus 30 años también sabe que esa agonía no tiene porqué hacerse a lo loco, de forma innecesaria. Por eso, cuando en las rampas más serias de la Lusette Lutsenko machacó, uno tras otro, a todos sus compañeros de fuga, el de Cofidis no se empeñó, como sí hicieron el resto –Powless, 24 años y en su primer Tour, pagó la novatada– en seguir al kazajo costara lo que costara.
Jesús Herrada dejó que el de Astana se marchara por delante y se creyera ya inmune, pero acompasó su ritmo. Es lo que tiene el oficio, la edad, la clase o la combinación de todo ello. Que se aprende que el ciclismo, incluso en la parte final de una etapa, es un deporte de fondo, no un sprint de 100 metros.
Pero Lutsenko, 27 años (cumplirá 28 dentro de sólo tres días), también sabe muy bien de qué va este deporte y cuando supo que el español le seguía de cerca, no se puso nervioso. No apretó el botón del pánico, ese que hace que el ciclista se levante del sillín y, sin importar lo que quede por delante, se vacíe en beneficio, únicamente, del que persigue.
“Lutsenko resolvió mejor que yo”, resumía Herrada. Y es verdad. O, en todo caso, verdad a medias. Lutsenko resolvió perfectamente bien. Y Jesús Herrada también, pero la diferencia estuvo, sencillamente, en unos pocos vatios que uno tenía y el otro no.
Herrada, quizás, esté a estas horas maldiciendo el mal fario que le ha perseguido en las últimas semanas. Sigue doliendo su imagen, a pie, cruzando la línea de meta del Campeonato de España sin medalla, sin premio, por culpa de una maldita avería en la última curva, cuando se disponía a disputarle –la sensación es que el murciano también hubiese resuelto mejor– el maillot rojigualda, que hubiese sido el tercero en su colección, a Luis León Sánchez.
Igual que ahora duele, aunque menos porque esto no ha sido injusto, haberle visto tan cerca de un premio merecidísimo –por segundo día consecutivo nos obligamos a apostillar que el verbo merecer está sobrevalorado en el deporte– que se vuelve a escapar. A él, que ha ganado allá arriba del Mont Ventoux. En el muro de Ares del Maestrat.
Pero Jesús Herrada le volvió a hacer un regalo impagable a la afición española: mantenerla en vilo en la parte final de una etapa del Tour de Francia. Ese logro intangible y que quizás al de Mota del Cuervo no le diga absolutamente nada, no debe pasarnos desapercibido. Lo mismo que su oficio. Porque Jesús Herrada es, lo ha vuelto a demostrar, puro oficio.