Lance Armstrong cumple 50 años y esta efeméride siempre invita a la reflexión. Para muchos se trata de un falso dios caído del olimpo ciclista por la mentira descubierta. Para otros, un campeón irrepetible, el perfecto ganador del Tour en palabras de Wiggins; un Julio César al que su engreimiento, soberbia y autoritarismo le costó la traición de los mismos partícipes de la omertà corrupta de la que también eran cómplices. ¿ De no ser americanos, tan dados ellos a los “ reality”, hubieran existido las acusaciones cruzadas que originaron el escándalo primero y luego la sanción perpetua?.
Armstrong fue durante sus años el dictador del pelotón internacional. Nada se movía sin su consentimiento. Vino a ser un dictador aceptado. Primero impuesto, luego elegido, y más tarde acuchillado. Como en la Roma clásica.
A día de hoy guarda el respeto de muchos exciclistas y de no pocos aficionados. Le siguen yendo muy bien los negocios y participa semanalmente en el podcast La Movida con su director Johann Bruyneel y su escudero George Hincapie.
Armstrong guarda enmarcados sus siete maillots amarillos en el salón de su casa. Es cierto que fue desposeído de las siete coronas del Tour en Wikipedia, pero no pudieron arrebatarle las siete pruebas de que aquello sucedió y de que durante una década fue el rey omnímodo de todo el tinglado.
Armstrong es el icono de la ambición sin límites morales, quien en el apogeo de su éxito, acechado por la sospecha decía: “Este es mi cuerpo. Y puedo hacer lo que quiera con él. Puedo llevarlo al límite, estudiarlo, afinarlo, escucharlo. Todo el mundo quiere saber qué me pongo. ¿Qué me pongo? Me pongo sobre una bicicleta, para dejarme el culo durante seis horas al día. ¿Y tú que te pones?”