El Tourmalet es la cima que mejor lleva el peso de los años. Nos contó mi querido Gerardo Fuster, cómo el Tour de Francia se adentró un día en los valles pirenaicos para encontrar puertos de montaña que pudieran ser visitados por aquellos pioneros en un raid tan peligroso como incierto que, sin embargo, nos sirvió el Tourmalet en bandeja.
Descubrieron un tesoro centenario para este deporte, poniéndolo en la ruta de la edición 1910 del Tour de Francia, siendo pasto de celebraciones cien años después, cuando Andy Schleck fue el primero entre la niebla de su cima. Hoy han pasado más de 110 años de ese debut y podemos decir que el Tourmalet está tan en forma como el primer día.
Celebré la vuelta del Puy de Dôme, pero lamenté, la ausencia de pocos símbolos en la carrera, no sé, subidas como Ausbisque, Ventoux, Gabilier, Izoard y otras. Sí, lo sé, es imposible tenerlas todas en todas las ediciones, pero no sé, algo como imponerse una cuota mínima de leyenda debería ser una máxima entre los ideólogos del Tour de Francia.
Que la carrera evoluciona es una verdad que nadie puede cuestionar, ni parar, pero olvidar que los puntos cardinales de la grandeza del Tour está, entre otras cosas, en sus símbolos sería negarle la mayor a la historia de la mejor carrera del mundo.
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