Durante años, quizás demasiados, la Vuelta a España fue una carrera en busca de su propia identidad. De su factor diferencial. De su propia marca. El Tour es la carrera más grande que en el mundo ha sido. El Giro… bueno, el Giro es el Giro. Indefinible, pero, paradójicamente, la carrera con más carácter propio en el ámbito de las vueltas por etapas. Y, desde hace ya algún tiempo, la Vuelta a España es esa carrera loca que siempre depara sorpresas y que se disputa, merced a su planteamiento de recorrido y su carácter de ‘última oportunidad’ a cara de perro. Una prueba que ha enganchado y emocionado. Un evento grande y con sobrado pedigrí como para poder reivindicarse como único. Que no necesita hacer malabares y parecerse a lo que no es con el fin de enganchar al aficionado.
La Vuelta a España de 2015 que mañana comienza en Puerto Banús es, de nuevo, un ejemplo de ello. Volvemos a ese formato de carrera dura. Con protagonismo de la montaña. Con etapas cortas. Con trampas de todo tipo. Con favoritos extramotivados y, sobre todo, con una larguísima lista de posibles ‘corredores revelación’. Hombres que, sin haber entrado en ningún Top 10 o como queramos llamar a las típicas –y habitualmente erróneas– listas de favoritos, acabarán siendo parte fundamental de la carrera. Bien porque la disputen hasta el final, bien porque se conviertan en jueces indispensables.
Volvemos a partir desde la caldera que es el sur de España a finales de agosto con lo que eso supone. Primera trampa. Primer problemón para los equipos. Y hablaremos de litros de agua consumidos. Y de temperaturas extremas. Y de asfaltos casi derretidos. Y del peligro de las pájaras. Y con ello, de alguna manera, imprimiremos los primeros trazos de carácter de la carrera. Y llegarán, ya desde el segundo día, las llegadas complicadas. Otra trampa. Rampas terroríficas en las que destrozar piernas todavía perezosas. Pequeñas cotas en la aproximación final a Málaga con las que, jugando a la emboscada, sobresaltar la veraniega y vacacional siesta del país. Y más trampas. Como esa meta de Jerez de la Frontera con la que indigestar los espetos del chiringuito playero a los más fanáticos. Y el estrés de controlar al pelotón, evitando fugas, camino de Alcalá de Guadaira. Y el primer contacto medio serio con la montaña en Cazorla, en plena sartén de España. Y, rápidamente, a reponer agua, sales, bidones, chalecos helados… para subir a La Alpujarra. Y meternos en la boca de ese lobo llamado Valverde, que seguro que tirará de memoria ancestral para liarla en Murcia. En la Cresta del Gallo. Y entonces, por fin, llegará el domingo. Ese momento más psicológico que físico en el que piensas eso de ‘ya está. Ya hemos pasado la primera semana. Ya queda menos’. Pero no, porque tocará el turno de levantarse de la toalla. Salir de la orilla y caminar unos metros dejando el Mediterráneo a nuestra espalda y ver al pelotón camino de las Cumbres del Sol, otra trampa mortal de necesidad antes de salir de la Comunidad Valenciana y descansar en Andorra no sin, previamente, poner de nuevo a prueba las piernas en el siempre traicionero Desierto de las Palmas de Castellón.
Y entonces, como quien no quiere la cosa, el país entero retumbará en un ruido como el de aquellos antiguos camiones Pegaso al arrancar con su no menos típica humareda negra saliendo del escape. Se pondrá en marcha España porque habremos llegado a Septiembre. Y volverán, como decía Serrat, el pobre a su pobreza, el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas. Y veremos hombres trajeados y señoras impecables sprintar desde los edificios de oficinas a las pantallas de bares y restaurantes. Y campos parados en horas extrañas. Y oficinas en las que nadie atiende al teléfono. Reflejos idénticos en cada ventana del bloque de apartamentos, al son de una televisión que romperá índices de audiencia con esa broma macabra que el bueno de Purito Rodríguez ha preparado para sus rivales. Ese terrorífico terreno que todos temen. Desde Froome hasta Van Garderen pasando, seguro, por un Quintana que, enamorado de los subidones de lactato en las piernas y los bajos aportes de oxígenos de las alturas, sueña desde hace tiempo con este día andorrano. Una trampa, seguramente la mayor de la carrera, en la que alguien reventará tras dejarse ir demasiado en el descanso de la víspera. En la que hasta el Tiburón Nibali podría explotar.
Y llegará el momento de la crueldad infinita. De bajar de las alturas camino de Lleida. De pensar que la cosa ya no puede ir a peor. Lo más complicado ya ha pasado y ahora será todo un camino de rosas. Y llegarán las dudas. ¿Qué son estos toboganes? Entre Calatayud y Tarazona todo debería de llano, ¿no? Y allá, en el horizonte, asoma ya el cantábrico. Y nos meteremos en la zona que le da nombre y, maldita sea la estampa del que me engañó hace dos días, toca subir a Alto Campoo. Y desde aquí puedo ver unos picos de intenso verde. Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas. ¿Verdad, Federico? Qué sabrás tú sobre verdes. Allá donde Don Pelayo les dio lo suyo y alguna propina a los musulmanes. Asturias. Y casi podré oler el cabrales. Y qué a gusto me comería yo ahora un plato de ese queso, pero me toca subir a Sostres. Y no puedo más. ¿Y Falta mucho para llegar?
Claro que falta. Como no va a faltar. Queda lo más interesante. Primero, la tortura del peregrinaje a la Ermita de Alba, un auténtico castigo divino. Y un día de descanso. Recuperación… o no. Porque a estas alturas ya no queda nada que recuperar. Pero más vale encontrar algo en el fondo del depósito porque mañana hay que darle largo y duro a los pedales en solitario. Solo. Acompañado únicamente de los propios pensamientos, menuda trampa es esa, y la voz del director deportivo estallando en el oído a través de la radio mientras la Catedral de Burgos se intuye allá al fondo.
Pero ya intuiremos la sonrisa y las ideas de los amantes de las escapadas, porque el camino a Riaza, con el Puerto de la Quesera allá en medio es un caramelo demasiado golosón como para perdérselo. Y, por fin, llegamos a Ávila. Una etapa facilona. Un par de repechos. Nada serio. Pero, ¿por qué vamos a esta velocidad? ¿Qué ocurre? ¡Ah, claro! La muralla. Las piedras que han contemplado tantos pasos de corredores. Que han asistido, allá donde nadie lo espera, a movimientos tácticos increíbles que pueden hacer ganar o perder una Vuelta. Menos mal que esto se acaba. Una última penuria. Una última trampa. La Sierra Madrileña. Con Navacerrada. Con la Morcuera. Otra vez con la Morcuera. Con Cotos. Otra vez con Navacerrada. Y ya sin fuerzas y con pocos reflejos, la bajada a Cercedilla.
Y, ¡por fin! Madrid. Un paseo. Ahora sí. Se acabó. El Pirulí. La Puerta de Alcalá. Y la Castellana. Con su Cibeles y su Neptuno. Y su Correos… bueno, su Ayuntamiento. Y su gente. Todos los gatos en la calle. Y los aplausos. Y los honores. Los besos. Las flores. Las fotos. Los abrazos. El reencuentro y el viaje de vuelta a casa. Las despedidas.
Una Vuelta a España, en definitiva, sin espacio para respirar. Para relajarse. Una carrera que invita al optimismo en cuanto al espectáculo se refiere. Una prueba que puede presumir, seguramente, de la mejor participación del año. Un cartel envidiable. Los mejores del Tour y los mejores del Giro. Todos salvo Contador. Los mejores, al fin y al cabo, en esto de las tres semanas. Y sí. Nos vamos a divertir.