Desde que se conociera el recorrido del Tour de Francia, una ronda montañosa como pocas y con muy escasos kilómetros contrarreloj, los poco más de 15 kilómetros de tramos adoquinados de la quinta etapa han protagonizado más comentarios y líneas de periódico que cualquier otra jornada. Un homenaje a los 100 años de la I Guerra Mundial y al ciclismo de antaño en un Tour cada vez más modernizado. Una mirada hacia atrás en una carrera que, con los acontecimientos vividos en los últimos 15 años todavía recientes, quiere mirar hacia el futuro.
¿Tiene sentido meter a un pelotón tan numeroso y nervioso por los caminos de la París-Roubaix? Pues, realmente, no. Ninguno. Enconado está el debate entre los detractores y los defensores de esta etapa. Un debate yermo de todo sentido, igual que la etapa. El Norte de Francia y el Sur de Bélgica fueron, durante la primera mitad del siglo XX, un ininterrumpido campo de batalla que, un siglo después, nos han dejado lugares para el recuerdo. Monolitos. Museos. Estatuas. Memoriales. Todo lo que un enamorado de la Historia pueda necesitar para revivir aquellos años negros. Para homenajear o recordar esos momentos, no hace falta ir a pegar “barrigazos” por los adoquines.
El Tour es el Tour, afirmación estúpida por lo evidente. Es una carrera de tres semanas. Un ciclismo distinto del de las clásicas, con corredores de otra fisionomía. Con protagonistas que, en gran medida, nunca han dado una pedalada sobre un adoquín. Al menos, en competición cerrada. El Tour lo conforma, en los primeros días, un pelotón excesivo. Nervioso. Con demasiados aspirantes a todo. Meter a cerca de 200 purasangre enloquecidos y frescos por caminos por los que apenas caben diez de ellos y cansados es una locura. Preciosa, sí, pero sin ningún tipo de sentido.
A falta de menos de 24 horas para que se dé la salida hay previsión de lluvia para Arenberg, algo que podría dejar el Paso de Gois en un juego de niños comparado con lo que podría suceder en esa zona minera. Y, no. No se trata, como ya se ha escrito, de si esto perjudica a los españoles –excusa repugnante y manida–. Se trata de que no tiene ningún sentido llevar el Tour a esa zona.
No tiene sentido porque, aplicando la misma lógica y siendo coherentes, si algún día el Tour de Francia decidiera homenajear a alguna figura del ciclocross, debería de meter al pelotón del Tour por un circuito de esa especialidad. O si quisiera rendir una dedicatoria a Nicolas Vouilloz, meter al pelotón por una trialera. O llevar al pelotón a un velódromo a una loca carrera de puntuación o madison para tener un guiño hacia el ciclismo en pista.
Es posible, incluso esperable, que los grandes favoritos a la victoria final, en caso de que las previsiones meteorológicas se confirmen, firmen un pacto de no agresión, como aquella famosa tregua de la Nochebuena de 1914, cuando soldados enfrentados incluso brindaron y cenaron juntos antes de seguir descargándose balazos y cañonazos unos a otros. No sería de extrañar que los Nibali, Contador, Froome -con el hándicap de la caída camino de Lille- y compañía que, en realidad, no tienen mucho que ganar en este terreno salvo caída o avería de alguno de sus rivales, se lo tomaran de forma más tranquila. Dando orden a sus respectivos equipos de permitir una fuga cómoda y que sean otros los que carguen con el peso de la carrera. Una circunstancia que, aunque de entrada no suene atractiva, podría regalarnos una nueva demostración sobre los adoquines.
Es el del Nord una región donde el Tour lo único que puede hacer es perder a uno de sus grandes nombres. Son nueve tramos adoquinados que, como decía la canción de Sabina, son tan absurdos en un Tour de Francia como un belga por soleares. Unos 15 kilómetros de pavé que serán, simplemente, preciosos, pero que son a una vuelta de tres semanas lo que una contrarreloj a un Monumento. Es, simplemente, una locura preciosa, pero sin sentido.
La inclusión de la etapa de Arenberg, cuya belleza nadie pone en duda, es un error. Un grave y tremendo error que únicamente puede dar como resultado la devaluación del Tour si uno de los grandes favoritos queda allí eliminado.
Actualización: Suprimidos los tramos 7 y 5
Y, finalmente, el Tour de Francia claudicó. Llovía esta mañana cuando los responsables de la ronda gala abrieron las cortinas de sus habitaciones. Seguía lloviendo cuando los aficionados comenzaron a llegar a las cunetas. Continuaba lloviendo cuando Twitter comenzó a arder por lo que estaba por venir. Y sigue lloviendo ahora, mientras esperamos la salida y escribimos estas líneas.
El Tour se la ha tenido que envainar. Con su decisión de suprimir los tramos 7 y 5 (Mons-en-Pévèle y Orchies à Beuvry-la-Forêt) por, al parecer, las malas condiciones de los adoquines a causa de la lluvia (algunas fotos enviadas recientemente no hacen pensar que estén tan mal), los organizadores han dado a entender implícitamente que esta etapa no es apta para una Gran Vuelta. Implica, como decíamos, demasiados riesgos de cara a los enormes intereses económicos que mueven al Tour. Quedarse sin alguno de los favoritos (habiendo perdido ya a Cavendish a las primeras de cambio y en su tierra) podría ser desastroso para las arcas de ASO.
Entendible que el Tour no quiera pasar por Mons-en-Pévèle con este tiempo, no tiene justificación alguna que anulen los tramos una vez planteados. Si se apuesta por hacer estos trazados –algo lícito y que muchos defienden– hay que ir con ellos hasta el final. Al menos, hasta que sean realmente impracticables.
En cualquier caso, y tras el asombro y, por qué no reconocerlo, la desilusión inicial, llega el momento de pensar qué nos vamos a perder. Mons-en-Pévèle estaba situado 2,5 kilómetros después del avituallamiento, algo que nos hace pensar que no se habría disputado demasiado el tramo. Con todavía 7 sectores que suman cerca de 13 kilómetros de adoquín. Con lluvia. Con Froome tocado. Con los clasicómanos enrabietados. Con viento considerable. Con todo eso, todavía nos quedan ingredientes para una gran etapa.