El segundo oro mundial de Alaphilippe corrobora una calidad que no podemos más que admitir
A unos ochenta de meta veíamos siempre delante, siempre presto, a Wout Van Aert, nunca más atrás de la plaza 10, al frente del pelotón, en el mismo instante, Julian Alaphilippe iba atrás de un grupo que se desgajaba, que perdía ciclistas fruto del ritmo endiablado de los belgas en su mundial, de De Clerq y Lampaert, entre otros.
Julian Alaphilippe, lo dijimos el otro día, es actitud, es pasión y calidad al servicio del ciclismo, de su deporte, del circo en el que se maneja como la estrella que siempre ha querido ser y finalmente es.
La suya es una carrera basada en la fe, la calidad y un motor como sólo tiene él, el que le permite hacer esos números en campo contrario con la convicción que llegará a meta.
Alaphilippe fue el primer y último grande en atacar para ganar el mundial. En el saco de grandes podemos meter unos cuantos nombres, Colbrelli, Van Aert, VDP, Cort y poco más. Pues bien Julian fue el primero en abrir fuego y con él acabó todo. Necesitó tres ataques, cosa que para él no es problema.
Este ciclista al que todos le atribuyen gestitos, carantoñas y tonterías es un ciclistazo, un corredor que se deja la vida en el objetivo, y aquí venía a renovar la corona que había conquistado en Imola. Uno, dos, tres y al cuarto sirvió, el resto vino servido, entre su calidad y la endeblez de la caza. Los belgas se vaciaron a conciencia, la obligación de ser el anfitrión y tener al gran favorito les empujaba.
Artículo completo en El Cuaderno de Joan Seguidor