Tiempo habrá, y mucho, para analizar, cuando todo esto termine, lo que les ha sucedido a unos y a otros durante este extraño 2020 cuya temporada ciclista, como siempre que el Tour de Francia se adentra en su fase final, parece que va a bajar el telón una vez que la Grande Boucle llegue a París. Tiempo habrá, efectivamente, de conocer con más detalle qué elevó a unos al éxito, hundió a otros en el fracaso y dejó a la mayoría en el gris territorio de la irrelevancia.
Ineos-Grenadiers no parece haber sabido dar con la tecla adecuada para preparar a su potente plantilla para el regreso a la competición tras el parón. No han sido los únicos, pero su caso, habiendo sido la quintaesencia de la preparación científica y tecnológica más avanzada en el ciclismo profesional, es enormemente llamativo. Thomas, por ahora, parece el único que se salva, a medias, de una quema generalizada a la que se ha sumado esta madrugada Egan Bernal, ya exdorsal número uno del Tour de Francia, que ha optado por el abandono después de sufrir los dos peores días que se le recuerdan en carrera.
Cuando hace exactamente un año, un mes y quince días el arriba firmante, como la mayoría de los que en aquellos tiempos de vieja normalidad tratábamos de ponderar el triunfo del corredor de Zipaquirá en el Tour de 2019, auguraba el arranque de una nueva era en el ciclismo, poco podía imaginar lo que 2020 iba a deparar al deporte y al mundo, pero todo lo sucedido desde el pasado mes de marzo sólo puede explicar una parte muy pequeña de esta complicada ecuación.
Bernal se ha bajado de la bici, es verdad, pero otros, que también han estado parados y que también han podido correr poco antes de llegar a Niza, no han acusado de forma tan evidente un fallo crítico en la puesta a punto como sí lo ha hecho, con Froome y Bernal a la cabeza, el equipo de Sir Dave Brailsford.
Dice Johan Bruyneel en su siempre afilada columna de opinión en Wielerflits, que de ganar Tours y, sobre todo, de gestionar las consecuencias de convertirse, casi de la noche a la mañana, en el centro de atención del mundo ciclista, algo sabe, que parte de a culpa de lo que le ha sucedido a Bernal hay que buscarlo, precisamente, en la suma de tres factores: en su victoria del pasado año, en su juventud en ese momento y, sobre todo, en la conversión del ciclista de Zipaquirá en un semidios en su patria.
Dice el excorredor y exdirector belga, parte indisoluble de la historia del Tour de Francia junto a Lance Armstrong –quiera o no quiera verlo así ASO–, que le da la sensación de que Bernal ha podido perder un poco del hambre competitiva que mostró el pasado año y que es necesaria para llevarse la Grande Boucle.
Tiempo habrá, decía, para comprobar si Bruyneel, que deja claro que ese diagnóstico no es irreversible, tiene parte, toda o ninguna razón en su análisis, pero es evidente que a Bernal, como al resto de su equipo, algo le ha salido tremendamente mal este año para que no sólo no haya podido hacer buenos los pronósticos –siempre exagerados al escribirse al calor de las emociones todavía recientes– que vaticinaban para él un largo reinado en París; sino que tampoco haya podido estar peleando con los mejores de este Tour y, en última instancia, haya tenido que echar pie a tierra.
Ahora debe retirarse a su cuartel general para hacer balance de daños y, más obligado que nunca –siempre que la salud se lo permita–, regresar para intentar aprobar en la convocatoria de septiembre que, este año, ha sido aplazada hasta octubre-noviembre. La Vuelta, esa a la que apuntaba Froome tras quedarse fuera de su Tour y esa que en el pasado tantas veces sirvió para que futuras figuras en el verano francés brillaran o volaran solas por vez primera, tendrá que ser la carrera del renacimiento de un Egan Bernal que más pronto que tarde deberá de renacer de las cenizas del incendio que, con él como víctima más mediática, ha arrasado con el modelo ciclista Sky-Ineos-Grenadiers que ha dominado las grandes vueltas en la última década.