Pasaban 38 minutos de las cuatro de la tarde en Las Lumbreras y en Innsbruck, dos localidades tan distintas en todo, cuando Alejandro Valverde, nacido en la primera, se hizo inmortal en la segunda. Por un momento, apenas un par de segundos, esos que el propio protagonista tardó en darse cuenta que lo que parecía imposible se había tornado real, todo el planeta ciclismo ahogó un alarido que acto seguido resonó, como un latigazo eléctrico, hermanando ya para siempre el coqueto y verde Innsbruck con el duro y caluroso Las Lumbreras.
Y a ese grito, que se oyó como nunca antes se había oído en TVE (al siempre comedido Carlos De Andrés le acompañará este momento como el ya famoso gol de Señor a José Ángel De la Casa), le siguieron las voces temblorosas, los ojos vidriosos, las miradas casi incrédulas y, por fin, las lágrimas. Porque ayer, pocos minutos después de las 16:40 en Innbsruck y en Las Lumbreras, aquel al que una vez se le conoció como El Imbatido, no era el único que, incontrolable la emoción, se deshizo en lágrimas. Fueron muchos. Desde narradores televisivos y radiofónicos hasta aficionados solitarios que, en soledad o en compañía, celebraban el momento como algo único. Algo histórico. Y, sobre todo, como algo que, en cierta medida, sentían como propio.
Y ese sentimiento de alegría y logro compartido es, precisamente, lo que convierte el mundial de Alejandro Valverde en algo único. Lo que hace que su triunfo sea mucho más que una medalla. Mucho más que un arcoíris. Mucho más que su 122ª victoria. Mucho más que el 66º triunfo español del año. Fue la recuperación para el ciclismo de un sentimiento casi olvidado. Una sensación que años de semiclandestinidad por pecados que muchos se empeñan en mantener vivos a la menor ocasión había borrado prácticamente de la memoria colectiva. La de la emoción que sólo el ciclismo, cuando todo un país vibra ante la gesta de uno de sus ídolos, es capaz de transmitir. La de la época casi infantil e inocente de Pedro Delgado. La de los años dorados y abusivos de Miguel Induráin. La que, de forma fugaz, unió a todo un país con el Gracias Contador. La que ahora, tras unos últimos años en los que pasarlo bien es el motor de su pasión, ha convertido al Bala en ese hombre al que ningún aficionado puede resultar inmune. Al que ni siquiera el ingrato ciclismo, tan cabrón para ciertas cosas, podía negarle este último gran momento. El premio que tanto tiempo, en ocasiones de forma cruel y en otras de manera más que merecida, le negó.
Valverde, cada vez más sonriente y dicharachero, iba robándole años al calendario en busca de un maillot que, decía de puertas hacia afuera, ya no era una obsesión, algo que su reacción ayer, tan desmesurada y contagiosa, se encargó de negar. Y lloró el de Movistar y emocionó a todo un país. Y Sagan, tan pop idol como siempre, se subió al podio que durante las tres últimas temporadas había sido suyo para, enorme en la derrota, colgarle a un sonriente Valverde el oro al cuello.
Hoy, cuando el avión de la selección española (esperemos que sin retraso) aterrice en Madrid, la delegación española, con Valverde al frente, traerá tanto sueño acumulado como satisfacción por un trabajo impecable. Y comenzará el año en arcoíris de un Valverde que, si nos fijamos en el tipo de refuerzos que está preparándole a su alrededor Eusebio Unzue, podría estar pensando en pasear el arcoíris por esa última frontera que le falta por conquistar: la primavera flamenca. Tan distinta a Las Lumbreras y a todo lo que conoce este hombre, que vivió obsesionado con el Tour, que triunfó en la Vuelta, que completó el póker de podios en el Giro, que es el rey coronado de las Ardenas, que hace un año necesitaba muletas para caminar, que se partió la rodilla y pensó que jamás volvería a ponerse un dorsal, que ha visto pasar ya a dos generaciones de ciclistas por su lado y tantas cosas más; que más de uno empieza ya a preguntarse si, rozando ya los 40, será capaz de dar ese último golpe maestro. De, para desesperación de los más puristas, podría ser, por fin, Valverderen y hacer que el arcoíris salga, también, en la gris, ventosa y fría Flandes primaveral. Y, como ya hicieron sus antepasados, conquistar de nuevo Flandes para España. Esa sería, antes de celebrar un adiós apoteósico en otro septiembre de emociones, su última gran conquista. Su último regalo. Su legado.