El primer día, casi en el primer kilómetro de su primera carrera con el maillot del Fagor, la Vuelta a Andalucía, el sábado 10 de febrero de 1968, Luis Ocaña dijo quién era con un ataque que nadie se esperaba camino de Nerja. Primero fue Rinus Wagtmans, el holandés del mechón blanco, el acróbata rey de los descensos según consenso universal del pelotón, el que se exhibió.
Fue bajando el puerto de Fuente de la Reina camino de Colmenar, en los toboganes de Riogordo y Alfarnate, donde huele a aceite y a tomillo y a humo de leña de las chimeneas de las casas diseminadas, y donde la luz de la Axarquía no es tan diferente a la luz de las sierras de Cuenca que iluminaron al niño Ocaña. Por allí, cuesta abajo, por su territorio de expresión habitual se lanzó Wagtmans y por allí, por donde nadie le conocía, apareció repentino e inspirado Ocaña. Se habían corrido 50 kilómetros, la mitad justamente, de una etapa corta y sin pausa.
Ocaña sacó la chepa, pasó veloz por los toboganes tan aromáticos, adelantó ligero a Wagtmans, quien intentó seguirle pero cejó impotente en la subida a Periana, y siguió solo Ocaña, como solía siempre en las carreras de su juventud en Francia, sin mirar atrás. Por detrás fue el caos, un totum revolutum de nervios, juramentos, frenazos y amenazas. En el frenesí de la persecución Carmelo Morales despeñó un coche de La Casera y tuvo que ser el jefe del equipo, Bahamontes en persona, el que tomara el mando de las operaciones.
Chillando a los suyos “¡Echadle huevos!, ¡los campeones se demuestran en la carretera!, el Águila, un director del pasado aún joven, lanzó a Sahagún, Sanchidrián y Martínez por la vieja carretera de Almería tras Ocaña, que ya llegaba a Nerja. Y tal fue el ímpetu de los muchachos de Bahamontes que rompieron el pelotón junto a tres más, pero nunca alcanzaron a Ocaña. El Francés, como le decían, pese a pinchar dos veces, llegó solo a Nerja, con 53 segundos de ventaja.