La madre de Claudio Chiappucci (Uboldo, Italia, 1963) se llamaba Renata y el 1 de julio de 1990 observó, sorprendida, como su hijo se filtraba en una fuga en el primero de los sectores de la primera etapa del Tour (celebrada tras el prólogo inaugural en el que Thierry Marie se había impuesto de modo nada sorprendente).
El italiano, enrolado en el equipo Carrera, era un escalador que había dado muestras de su talento al comienzo del año, venciendo la sexta etapa de la París-Niza y alzándose con el maillot de la montaña en el Giro de Italia, por delante de sus compatriotas Maurizio Vandelli, del equipo Gis, y Gianni Bugno, del Chateau D’ax.
No obstante, “El Diablo”, como era popularmente conocido, no pasaba de ser un comparsa dentro del pelotón internacional y, desde luego, prácticamente desconocido para el gran público. Sus compañeros de fuga de aquel día eran ilustres ciclistas tales como el, a la postre, ganador de la etapa, Frans Maassen, el francés del Z, Ronan Pensec (que era una de las promesas del ciclismo galo y que compartía equipo con el anterior vencedor de la prueba, el estadounidense Greg LeMond) y el canadiense Steve Bauer, que representaba al 7-Eleven.
Pero, detengamos aquí la historia del día de hoy para ofrecer un poco más de contexto acerca de aquel Tour de 1990, el de la eclosión de Claudio, y de la irrupción de otro auténtico fenómeno, Miguel Indurain, que estaba llamado a grabar, de manera indeleble, su nombre (y su estela) a fuego en la posteridad.
Aquella edición de la Grande Boucle contaba con el ya mentado prólogo en Futuroscope y, al día siguiente, un doble sector que transcurría íntegramente por la citada ciudad. El primero, con la etapa en línea de 140 kilómetros que propició la “fuga bidón” que relatamos, y el segundo, una crono por equipos, en extensión de 46 kilómetros (y en la que los hombres de la ONCE de Manolo Saiz habían puesto todas sus esperanzas. No obtuvieron el galardón, ya que la disciplina tuvo sabor holandés. Venció Panasonic, seguido de PDM y, a 22 segundos, los hombres vestidos de amarillo).
El trazado del Tour seguía el sentido de las agujas del reloj, por lo que se franqueaban Alpes (con finales en Mont Blanc y Alpe d´Huez), antes que los Pirineos (con el temible final de Luz Ardiden y otros puertos de la talla del Tourmalet), pero lo realmente relevante del menú era el importante número de kilómetros contra el crono (que superaba los 195, con el prólogo, la citada crono por equipos y tres cronos individuales, con finales en Épinal, ganada por el mexicano Alcalá, en Villard de Lans y en Lac de Vasiere, ambas vencidas por el holandés Erik Breukink).
Entre el abanico de favoritos para obtener el maillot amarillo en París destacaba el estadounidense Greg LeMond, que había triunfado, agónicamente, en la edición del año anterior en la última crono, distanciando a Laurent Fignon en la general en tan solo ocho segundos. También el propio francés, que defendía los intereses de Castorama, era de las principales bazas, aunque se vio obligado a abandonar muy pronto por molestias en la espalda. Stephen Roche, el colombiano Parra y Delgado conformaban una tríada de ciclistas de gran prestigio y victorias, exponentes de la generación 59-60, que aspiraban a reverdecer viejos laureles, en el caso del irlandés y el español. Entre los más jóvenes se señalaba al italiano y reciente vencedor del Giro, Gianni Bugno, el francés Charly Mottet y el mexicano Alcalá.
Sin embargo, y como suele ocurrir, las previsiones de la carrera se quiebran en la carretera. Y así sucedió cuando Maassen, Pensec, Chiappucci y Bauer se lanzaron a rodar para completar los 140 kilómetros del primer sector de la jornada de Futuroscope. Que el gran grupo consintiera esta aventura, que llegó a superar, en determinados momentos, los doce minutos de renta, era bastante sorprendente, puesto que Bauer había sido cuarto en 1988 en la general y Pensec sexto en 1986 y séptimo en 1988 (curiosamente, ninguno de ellos sería el mejor de los clasificados en París, honor que correspondió a Claudio, quien se subió al segundo cajón del pódium, acompañando al victorioso Lemond y al holandés de PDM, Erik Breukink). Sea como fuere, los fugados llegaron y Maassen venció. Intercalados, antes del gran pelotón, el danés de Toshiba John Carlsen y el suizo Guido Winterberg de Helvetia – La Suisse. El grupo de favoritos se presentó en meta con 10 minutos y 35 segundos de retraso. Un auténtico mundo.
Bauer, que salía líder del primer sector, mantuvo su maillot amarillo hasta la llegada al Mont Blanc. Allí, en el coloso, se impuso el francés Claveyrolat, y la sagrada túnica se impuso al francés Ronan Pensec, para regocijo de la hinchada local. Su algarabía, sin embargo, solo aguantó la llegada a Alpe d´Huez, ya que en la crono de Villard de Lans, Chiappucci le arrebataría el primer puesto.
Nuestro protagonista se antojaba como un duro contendiente para la general, gracias, en parte a su diferencia adquirida el primer día, y también por su capacidad para franquear los Alpes como había demostrado. De hecho, Chiappucci aguantó la presión y los ataques durante las comprometidas etapas de aproximación a los Pirineos y en la cordillera pirenaica (reseñaremos que hubo hasta tres victorias españolas en esos días. Chozas en Saint Etienne, Lejarreta, al día siguiente, en Causse Noir e Induráin en la épica jornada de Luz Ardiden, donde reabrió el debate de si no hubiera sido más adecuado dejarle marchar y no ayudar a un Pedro Delgado que evidenciaba su incapacidad para pelear por el triunfo final).
En la crono de Lac de Vasiere, Lemond no perdonó. Aventajó en más de 2 minutos al italiano, que, desilusionado, veía cómo el maillot que lucía pasaría a poder del estadounidense, quien solo lo vestiría en la última etapa, la que unía Breitgny sur Orge con París, la jornada siempre más relevante (en la pelea por el último cajón, Delgado se hundía ante un Erik Breukink que, como adelantábamos, fue el vencedor de la jornada).
En todo caso, y gracias a esa fuga, Claudio subía por primera vez al pódium del Tour. Repetiría en los dos años posteriores (tercero en 1991 y segundo en 1992), en ambos casos con el premio añadido del maillot de puntos rojos que le acreditaban como el mejor escalador y, curiosamente, viniendo, los dos años, de ser segundo en el Giro de Italia.
El país transalpino, y el mundo del ciclismo, contaban con un nuevo e infatigable animador de todas las vueltas. Para el recuerdo quedará aquella mítica escapada, en solitario, desafiando la integridad humana y su raciocinio, en la etapa que culminaba en Sestrieres en el Tour de 1992, discutiendo la todopoderosa hegemonía del líder Induráin. Perdiendo la batalla final, pero respaldando su figura de hombre batallador e inconformista. Desatando una pasión que ejemplificaba el rostro de su madre, Doña Renata, que acudió, posiblemente advertida de la gesta, a la cima de Sestrieres. La mujer que moría hace apenas unas semanas y cuyo óbito golpeaba, más que ningún otro revés deportivo, el semblante siempre alegre del ciclista de Uboldo.