Su sonido metálico e incansable es casi insoportable y el calor, tan pegajoso como intenso, no hace más que aumentar las ganas de sucumbir a la casi irresistible llamada de Morfeo. Es julio, da igual de que año, y el toco, toco, toco, toco del helicóptero se une a la hipnotizante atmósfera. La chicharra, allá donde esté, sigue a lo suyo forzando al máximo lo que parece una central eléctrica en apuros para alimentar los aires acondicionados de todo el planeta y en una carretera francesa el pedaleo de 200 ciclistas da la sensación de haberse acompasado con el maldito bicho.
Millones de aficionados en todo el mundo llevan meses esperando, como lo hicieron el año anterior, y el otro, y el otro, y el otro y… a que la carrera más importante del Planeta Ciclismo aporte a sus tardes de estío algo más que cálculos de vatios, trenes, vigilancia extrema y guiones más que predecibles. Alguno, como le sucedía al personaje de Michael Duglas en Falling Down, se plantea coger la escopeta y solucionar lo de la chicharra de forma poco ortodoxa, pero efectiva.
Y así, día tras día… la nada. Algún ataque de peseta, algún escarceo que hace tensar los músculos e incorporarse un poco del sofá, pero, al final, nada. Miradita de soslayo al potenciómetro y, si se tercia, al del rival. Culo al sillín. Y la cosa vuelve a empezar. Tanto esperar para esto. Para nada.
Por suerte, el ciclismo sigue teniendo su primavera, una época que vive casi ajena al cambio de los tiempos. No hay chicharras y, aunque el cambio climático ha hecho de las suyas, todavía se puede sentir ese viento frío que corta la piel y encoje el alma. Las finas gotas de la lluvia que todo lo complica. El sol que no llega a calentar, pero que convierte la tierra en polvo que llena los pulmones y convierte cada inspiración en un ejercicio agónico. Y en el sofá, siempre tenso, al aficionado le sigue doliendo cada bache, cada adoquín mal colocado mientras cada berg mantiene a Morfeo a raya.
Después de haber tenido que trasladar la primavera al otoño en 2020, las principales pruebas de un día del calendario internacional vuelven este año a sus fechas originales y habituales. Cuatro de los cinco Monumentos de este deporte se concentran en las próximas semanas y, entre ellos, un puñado de tesoros que, por fortuna, se van haciendo cada vez más populares en España, que sigue soñando con que Iván García Cortina (Movistar), Álex Aranburu (Astana) o quien sea, tomen de una vez por todas el relevo de aquella dupla maravillosa que eran Juan Antonio Flecha y Óscar Freire que, a su vez, tardaron una eternidad en matar la orfandad que dejó en este aspecto el irrepetible Miguel Poblet.
Al aficionado sibarita, el de las temporadas de doce meses, se le está haciendo la cosa larga. Lo dejó en lo más alto cuando terminó la temporada de ciclocross y ha sonreído, casi apenado, al darse cuenta de que sus compañeros de grupeta televisiva han descubierto, casi de la noche a la mañana, a los geniales Mathieu van der Poel (Alpecin-Fenix) y Wout Van Aert (Jumbo-Visma), ese, para muchos todavía, gran gregario del pasado Tour.
Están locos estos romanos. Bueno, no son romanos. Uno es neerlandés y el otro es belga, pero no vamos ahora a enfadarnos por un pasaporte. El caso es que están locos. Locos por ganar y por ganarse. Locos por hacer historia. Locos por cambiar el paso de un ciclismo que corría el riesgo de caer en la monotonía vueltómana. Locos por ser los protagonistas de la actual generación del ciclismo clasicómano, ese que vive siempre de los grandes enfrentamientos entre figuras concretas. Ahí quedan, para siempre, los Boonen vs. Cancellara. Los Museeuw vs. Van Petegem. Los De Valeminck vs. el mundo entero. Como un Rumble in the Jungle, pero sin Don King haciendo el payaso y sin mariposas que bailen. Sólo abejas que pican. Y adoquines que duelen. Y bergs que parecen montañas. Y pasión. Mucha pasión.
Llega, de nuevo, esa época del año en la que se juntan la Milán-Sanremo, con su recorrido interminable y sus capos, los orográficos y los otros, los que mandan; la Vuelta a Flandes, con sus leones, sus cervezas y su fiesta eterna; la París-Roubaix, con sus pedruscos, sus puertas al infierno y su velódromo y la Leja-Bastoña-Lieja, con sus Ardenas renaciendo y toneladas de historia a sus espaldas, que para algo es La Doyenne.
Esos son los cuatro Monumentos a los que más tarde se sumará Il Lombardía, que tiene que salvar la imagen del ciclismo muerta y enterrada la maldita chicharra. Entre ellos, excursiones entre Gante y Wevelgem, con esos escenarios en los que todavía se adivinan los fantasmas de nazis y aliados matándose a tiros; paseos por la costa entre Brujas y De Panne, con ese Mar del Norte traicionero y ventoso que no se quiere perder la fiesta; la incursión A Través de Flandes, aperitivo empachante antes del Domingo Santo del ciclismo flamenco; la cervecera Amstel Gold Race, que no reparte oro, pero sí prestigio; la imposible subida, huy como duele, de la Flecha Valona; el veloz curso fluvial del Premio Escalda; esa particular mezcla de polvo, piedras y hierba que los bretones, en su idioma imposible, llaman ribinou y que es la tarjeta de presentación del Tro Bro Léon y… bueno, ya nos hacemos todos una idea.
En realidad, todo comenzó hace casi un mes con el Omloop Het Nieuwsblad y la Kuurne-Bruselas-Kuurne. Y la Strade Bianche, y Le Samyn, y el GP Monseré, y el Laigueglia, y el GP Industria & Artigianato, y la Nokere Koerse.
Mal, muy mal, se tiene que dar la cosa para que la primavera ciclista de 2021 no sea histórica. Fíjense –si la lista no le dice a usted mucho, eche manos de sus amigos del frikicross–: Van der Poel, Van Aert, Alaphilippe, Pidcock, Merlier, Ballerini, Van Avermaet, Vanmarcke, Gilbert, Trentin, Ackermann, Sénéchal, Fuglsang… y súmenle, a poco que estos también se vuelvan locos, a Pogačar, Bernal, Roglič, Mollema. Suena bien, ¿no?
Mientras, la chicharra, que según la Wikipedia es cualquier saltamontes caelifera o ensifera cuyo macho haga ruido frotándose las patas con el abdomen y cuyas hembras ponen entre 1.000 y 10.000 huevos en cada puesta, puede esperar. Porque cuando los genios crean, los demás, incluidas ellas, nos callamos… y disfrutamos.