Cómo funciona la mente de un deportista profesional

Iñigo Elósegui es un joven con muchas inquietudes más allá de la bicicleta / © I. Elósegui

Iñigo Elósegui – Ciclista Movistar Team

Abro los ojos y descubro alegre que no tengo que esforzarme por recordar la composición de la habitación, por recordar dónde estoy. Mi cama, mis libros, mis figuras. La primera gira competitiva de la temporada ha concluido tras casi 20 días de duros viajes y enriquecedoras carreras. ¿O era al revés? El caso es que ya estoy de vuelta en casa y preparado para volverme a ir con más hambre competitiva que la última vez, si cabe. Aunque no sin antes hacer un buen bloque de entrenamientos que me ayude a asimilar las carreras y crecer otro poquito más (deportivamente hablando, que de envergadura ya está bien así).

Esto de los entrenamientos estaba muy bien sobre el papel, y las ganas de mejorar que se sienten después de cada carrera hacían de este duro plan algo casi perfecto. Y digo casi porque en el ciclismo, como en la vida, no es posible llevar a cabo un plan con absoluta precisión, pues intervienen muchas variables en la ecuación. Esta vez nos llevaría un rato largo despejar la X. Y destruirla, por qué no tomarnos esa licencia también. Sucedió que durante un entrenamiento un dolor intenso que brotaba a la altura de la cadera empezó a apoderarse de mis piernas y acabó retumbando por todo mi cuerpo. Podía imaginarme de dónde procedía, y efectivamente lo corroboramos al acudir al fisioterapeuta, quien me confirmó que se trataba de la irritación de un tendón. En un momento así, el plan anteriormente mencionado empieza a desfigurarse lentamente en la mente de uno: adoptando la forma aún sólida de la confianza en la capacidad de recuperación de uno mismo, primero; la forma punzante y molesta generada por el paso de los días y la nula mejora, después; y, finalmente, la forma escurridiza, que siempre encuentra un hueco para escapar de tu control, provocada por la confirmación de que no habrá ni plan ni próxima competición por un tiempo.

Mientras los planes van desfigurándose sin control en tu mente, sin que seas tú el dueño de tus propios pensamientos sino esclavo de tu cuerpo y tu dolor, que son los que marcan el ritmo de tu día a día, no paras de recorrer kilómetros en coche, casi a diario, en busca de las manos sanadoras del fisioterapeuta y las pruebas médicas que puedan ayudarte a comprender mejor tu situación. Esta es la rutina (simplificada) de cualquier deportista profesional con una lesión de este estilo, y por lo tanto, también la mía. El 100% de nuestros esfuerzos diarios van destinados a la recuperación, pero a veces ni siquiera eso es garantía de nada. Cada día que pasa es un entrenamiento perdido y una piedra más que se añade al muro que nos separa de la vuelta a la competición. Llega un momento en el que hay que dejar de mirar al corto plazo y preguntarse: “¿Cómo afronto esta situación para llegar entero al final del camino, sea lo largo que sea?”.

Las emociones y los estados de ánimo pasan por la cabeza del deportista como las tormentas que azotan una ciudad y rápidamente dan de nuevo paso al sol, pero dejando charcos que no desaparecen así de fácil. En un estado de incertidumbre e inestabilidad, siempre pendiente de los cambios en el calendario competitivo, los eventos y compromisos e incluso las lesiones o pérdidas de salud, los sentimientos más y menos agradables se alternan continuamente en la mente como el día que da paso a la oscuridad y la noche que vuelve a iluminarse con los primeros rayos de sol. Estas emociones, efímeras, aprovechan su momento y te permiten vivirlas con absoluta plenitud. Esto es genial, muchas veces. Un problema, otras tantas.

Esta constante lucha por el control de la mente entre unas y otras emociones hace que pasemos del blanco al negro y olvidemos rápidamente. Y, a veces, ocurre algo curioso: no recordamos con precisión lo extremo que llegó a ser nuestro sufrimiento. Ocurre que, por ejemplo, cuando terminas una carrera en la que por cualquier motivo tus sensaciones han sido pésimas y tu rendimiento mediocre, y por muy mal que lo hayas pasado, llegas a casa y, con el recuerdo del sufrimiento ya difuso, te pones a entrenar con la motivación e incluso a veces la convicción de que en la próxima carrera estarás a un gran nivel. Sientes que el sufrimiento no fue para tanto y que tienes en tu cuerpo mucho más por ofrecer, y te apoyas en buenos momentos pasados, ya lejanos, para seguir adelante. Demasiado se sufre ya como para encima no poder regodearse en los buenos recuerdos y buscar el impulso necesario en ellos. Lo mismo, y quizás más ilustrativo, ocurre al finalizar una contrarreloj. Pocos ciclistas serán los que no sientan que tenían un poco más que dar y que no han sabido exprimirse lo suficiente. Como el dolor ya ha terminado, ya no nos intimida. Esto nos hace ir perdiendo el miedo a los grandes retos, aquellos que más nos exigen y nos hacen sufrir. Sabemos que son necesarios para que la rueda de las emociones siga girando y el sol vuelva a brillar en lo más alto de nuestro ser. Esto de olvidar parcialmente es un pequeño regalo que nos ofrece la mente, aunque envenenado a veces.

Acostumbrados a lidiar con situaciones complicadas constantemente, pero también con la alegría y la adrenalina que nos producen las buenas carreras, los aficionados o los retos cumplidos, me da la sensación de que, muchas veces, los mayores problemas llegan cuando se rompe el equilibro entre estas dos grandes fuerzas que luchan en nuestra mente. Creo que vivir momentos de gran tensión es lo que nos lleva, una vez superados, a destellos de auténtica felicidad, y vuelta a la tensión para seguir cumpliendo retos que nos vuelvan a llenar de felicidad. Cuanto mayores son las cotas de adrenalina, reconocimiento o intensidad de alegría que alcanzamos, mayor es el listón que nos ponemos para la próxima vez, y para poder superarlo, irremediablemente, mayor tiene que ser el reto y por ende más grande la tensión o el sufrimiento. Esta es la peligrosa balanza en la que nos movemos, donde cualquier desequilibrio pone en peligro la solidez del castillo que se ha ido levantando hasta cotas ya casi inapreciables desde suelo firme. Y a suelo firme vuelve uno, con castillo y todo, cuando algún pequeño imprevisto se cruza en su camino (que puede ser una lesión o cualquier otro impedimento) y le impide trabajar en esos cada vez más exigentes retos. Sí, paradójicamente creo que, para nosotros al menos, la búsqueda de la satisfacción personal no se basa en vivir lo más cómodamente posible, sino en planear y construir castillos (proyectos) cada vez más altos y complicados. Una vez me dijo un buen amigo que seguramente muchas celebridades tenían problemas a lo largo de sus carreras, y sobretodo al final de estas, porque vivían momentos de tan alta intensidad y adrenalina, rodeados de miles de fans vociferando a coro su nombre mientras dan un concierto, por ejemplo, que no eran ya capaces de comprender otra forma de felicidad que esa; todo les parece poco, insulso, y se resignan a la idea de no poder volver a construir jamás un castillo de esas dimensiones. Problema muy importante que se vive intramuros. Cada vez estoy más convencido de que eso ocurre exactamente así.

Tras esta pequeña reflexión, y volviendo al problema concreto que nos atañe en esta ocasión, la estrategia a seguir es complicada. Cuando la lesión no tiene plazos fijos, y dependes del paso del tiempo y el ritmo de tu propio cuerpo para superarla, los retos deportivos se reducen casi a cero. Y por tiempo indefinido. Empieza entones a desequilibrarse la balanza que ya ha perdido el enorme peso que genera el duro trabajo y que inevitablemente va haciendo subir a la otra parte, la de la satisfacción, que ya no sube. Cada uno, supongo, buscará entonces la mejor estrategia acorde con su personalidad. Algunos, seguro, desconectarán del todo y simplemente descansarán para buscar en su interior la persona que se esconde anterior al deportista, la que no necesitaba de batallas tan intensas entre sus emociones para disfrutar. Yo descanso e intento desconectar de lo que es mi día a día durante gran parte del año, pero me mantengo activo y vuelco toda mi energía en otras ilusiones que, agazapadas, me acompañan siempre esperando ser atendidas. No es fácil encender la televisión y ver que la rueda del deporte sigue girando y tú has perdido el derecho a hacerlo con ella. Te sientes, permitidme la exageración, como el perro que ha sido abandonado por quienes han recibido todo su cariño y energía diaria durante tanto tiempo, e impotente esconde el rabo y se sienta a esperar algún misterioso héroe que lo rescate. Ese héroe no llega nunca, y es uno mismo el que tiene que dar media vuelta y emprender un nuevo camino, momentáneo quizás, que pase bordeando el hondo pozo en el que se corre el peligro de caer.

Por suerte, y os hablo desde mi experiencia personal, soy capaz de emprender diferentes rutas, complicadas y llenas de desvíos por explorar, que precisamente por eso me llenan de ilusión y reequilibran mi balanza. Admito que el ciclismo no es ya mi refugio más habitual en épocas malas, como sí lo era hace años, ya que ahora de él solo espero lo máximo, y mientras paso por momentos muy exigentes para llegar a eso, busco refugio precisamente en cosas que nada tienen que ver y que me ayudan a lidiar con el necesario dolor y seguir adelante. Estas cosas pueden ir desde leer, escribir o charlar con personas con quienes comparto aficiones muy diferentes al deporte y me hacen dejar de ser Iñigo Elosegui el ciclista para ser simplemente Iñigo, hasta estudiar o preparar proyectos de vida futuros. Todas estas cosas y más, me apasionan y me hacen vivir momentos de gran alegría, precedidos por las indispensables horas de concentración, búsqueda de información etc. que me hacen sentir que me esfuerzo y avanzo en mi día a día. Ya sabéis, el famoso equilibrio entre trabajo y satisfacción.

Artículo completo en el Blog de Iñigo Elósegui

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