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Ángel Olmedo Jiménez / Ciclo 21
Cuando este año, al acabar la temporada, Fabian Cancellara (Wohlen bei Bern, 1981) decida colgar la bicicleta y abandonar el ciclismo de competición, más de uno echará en falta su rodar, especialmente, durante las ineludibles clásicas de primavera.
No en vano el suizo adorna su palmarés con una Milán-San Remo (2008), tres París-Roubaix (2006, 2010 y 2013) y otras tres ediciones de De Ronde (2010, 2013 y 2014) –en 2016 se fue segundo-, una hoja de ruta que engrandece su figura como ciclista hasta límites raras veces alcanzados, máxime si tenemos en cuenta que sus triunfos también han sido constantes en la disciplina contra el crono (cuatro Mundiales, nueve Nacionales y un oro olímpico) y en pruebas como el Tour o la Vuelta (donde ha lucido los maillots de líder de la clasificación general).
Aunque seguramente cualquiera de las victorias en el Velódromo de Roubaix sea igual de importante, hoy queremos recordar la obtenida por Fabian en 2010, el año en el que obtuvo su primer doblete y en el que se cernió sobre él la polémica de haber utilizado algún tipo de ayuda mecánica, en concreto un motor
2010 fue un año más que exitoso para Cancellara. Tras haber iniciado la campaña en Qatar, ganó la general del Tour de Omán. Ya en marzo, compitió en la Tirreno y no se pudo situar entre los aspirantes a la victoria en Milán-San Remo, concluyendo decimoséptimo.
En A través de Flandes, que fue a parar a un fugado Matti Breschel, Cancellara llegó en el grupo cabecero, pero sin poder disputar los puestos que daban acceso al pódium. Su redención, no obstante, llegó tan solo tres días después, y también en territorio belga, en la E3 Harelbeke, en la que Espartaco demostró su autoridad superando a Boonen y a Flecha en tres segundos.
Al día siguiente, en la Gante-Wevelgem, Cancellara abandonó, pero en la siguiente cita, marcada en rojo en todos los calendarios ciclistas, el Tour de Flandes, no perdonó a un Boonen que vio, sorprendido, como el demoledor ataque del suizo en el Kapelmuur imprimía un ritmo diabólico que le impedía seguirle.
Con ese nada desdeñable aviso, el suizo se presentaba como uno de los máximos favoritos para ganar la París-Roubaix, que se disputaba su centésimo octava edición el 11 de abril. Uno puede tratar de embellecer mucho la expresión cuando se trata de glosar las virtudes de una clásica como la París-Roubaix pero el lenguaje adolece de falta de hondura, precisión y capacidad para justificar, tan solo mínimamente, la majestuosidad de dicha prueba.
Como suele ser habitual, la carrera contó con una amplia escapada muy madrugadora, conformada por diecinueve hombres, que fue haciendo camino y enfrentando los diversos tramos de adoquines que dificultaba el avance de las máquinas sobre el terreno.
Los ciclistas habían de completar un total de 259 kilómetros, principiando en la localidad de Compiègne hasta alcanzar el emblemático Velódromo de Roubaix donde la mayor de las glorias es para el hombre que recoge, en lo alto del pódium, un adoquín, aunque, como bien podrán precisar los competidores, tan solo poder arrancarse el barro de la piel en las duchas de dicha instalación supone una confirmación (en el término más iniciático del término) para cualquier ciclista.
Cuando los fugados fueron capturados, por un grupo de algo menos de una veintena de corredores en el que rodaban, además de nuestro protagonista, hombres de la talla y la valía del noruego Hushovd, el italiano Pozzato, el español Flecha, el británico Hammond o el belga Tom Boonen (con especial ganas, este último, de resarcirse de su segundo puesto en Flandes), aún faltaban más de cincuenta kilómetros para llegar a la meta.
Una distancia que aconseja, en este ciclismo de pulsómetros y tácticas milimétricamente estudiadas, reservar las fuerzas y esperar al momento adecuado para hacer valer las opciones de cada cual.
No obstante, Cancellara, que lucía el maillot de campeón nacional suizo, no estaba por la labor de permitir que la victoria se dilucidara en un eventual sprint final, en el que sabía que su punta de velocidad podía no ser suficiente ante galgos como Boonen o Hushovd.
Cuando aún restaban poco menos de 49 kilómetros, en un tramo llano, y aprovechando la aceleración de cuatro ciclistas, Fabian Cancellara se colocó en cabeza del grupo y, repentina y sorpresivamente, aceleró su ritmo. Al principio la distancia no parecía preocupante pero, poco a poco, como una herida que no para de manar sangre, la brecha aumentaba ante los estériles esfuerzos de los perseguidores que contemplaban, atónitos, como el maillot rojo se difuminaban en la distancia.
Boonen, que descansaba a cola del pelotón principal, alertado por la velocidad del demarraje ascendió posiciones, pero llegó tarde. El propietario del maillot de campeón nacional belga asumió la responsabilidad de comandar la persecución, ayudado por un Husvod que, rápidamente, había detectado la gravedad de la situación.
En el siguiente tramo de pavés, Cancellara dio caza a los belgas Hoste y Leukemans y al francés Hinault que aún seguían por delante. Apenas aguantó a rueda de ellos cien metros, sobrepasándolos como una auténtica locomotora (solo Leukemans ofreció cierta resistencia al comienzo). Por detrás, el ritmo de Boonen y el adoquinado cortaban a los favoritos, formándose un cuarteto con el belga, Hushovd, Pozzato y el español Flecha.
Atravesando Mons-en Pévèle, una de las zonas más duras de pavés, con casi tres kilómetros de distancia, Fabian, con un Leukemans que intentaba, a duras penas, seguir su senda, ya tenía más de diez segundos con el grupo de Boonen. Cancellara soltó al belga aproximadamente en la mitad de Mons-en Pévèle y su distancia con el grupo de perseguidores ya rondaba los 20 segundos al acabar el exigente tramo.
El resto fue un recital. Fabian, melena al viento asomando por debajo del casco, moviendo sus piernas con soltura y fuerza, haciendo frente a todos los elementos y levantando una nube de polvo cada vez que enfrentaba uno de los tramos adoquinados. Por detrás, desesperados, el grupo intentaba limar unas diferencias que, a 18 kilómetros de meta, ya superaban los dos minutos.
Espartaco llegó al Velódromo en solitario. Escuchó el toque de la campana y completó la última vuelta con la tranquilidad de saludar al público congregado, colocándose el maillot y soltado de manos durante los últimos trescientos metros, lanzando el puño derecho al aire y señalándose con sus dedos y llorando sobre el manillar al concluir su gesta.
Dos minutos más tarde, Flecha y Boonen se personaron en la pista. El español anticipaba al noruego hasta que a cien metros, el hombre de Cervelo aprovechó el hueco interior y se impulsó para el segundo puesto.
Este próximo domingo, Fabian se despide de la Roubaix.
El ataque decisivo