Admiración fue la palabra que siempre definió mi parecer por Alexander Vinokourov. El kazajo fue el ciclista que situó este inhóspito lugar llamando Kazajistán en el mapa ciclista. Destacó joven y su trayectoria no estuvo exenta de sospechas que al final se hicieron realidad. Emergió con el Casino, en el tiempo de apellidos sórdidos como Elli o Massi. Luego se hizo estrella en el T Mobile que mermado por los escándalos acabó por dejar el patrocinio ciclista. Pasó efímeramente por el Liberty, donde casi ni pudo ejercer por la Operación Puerto, y para formar lo que hoy sigue siendo Astana. Fue curioso, despotricó de Manolo Saiz por no poder competir en el Tour de 2006 y al año reventó los controles antidopaje con uno de los positivos más escandalosos en ese Tour para olvidar.
Todo esto está en el debe de Vinokourov. Pero también hubo una parte que nos gustó, un carácter indómito en la carretera. Fue un ciclista que buscó el resquicio para retratar a los rivales. Atacó hasta la extenuación en el Tour del centenario, hace diez años, y se aupó al podio. Ganó de azul celeste en los mismos Campos Elíseos, siendo el último ciclista que rompió el cerco de un sprint, de eso han pasado ocho años. Tiene su gran vuelta en la Vuelta de 2006, en la que impuso criterio ante los desastres tácticos de Alejandro Valverde. Su carrera se mina de muchos triunfos de rompe y rasga, dejando al pelotón plantado cuando la llegada masiva se sondeaba como única opción.
Vinokourov fue Vinokourov hasta sus últimos días de profesional, como cuando dio un golpe magistral en Londres. Llegaba entonces de recuperarse de una caída limite en el Tour de hacía un año. Demostró tener siete vidas. Fue casi felino en ese aspecto.