Me han pedido que os hable del Izoard y de paso del gran Miguel Indurain, que os escriba, aprovechando nuestra aventura en Alpes, algún cuento de los míos en el que la narración os traslade, a través de la épica, la experiencia y la contemplación del paisaje, a «esta exigencia bestial que establece el margen entre lo difícil y lo terrorífico» (Jacques Goddet).
Tarea fácil si se trata de hacer una descripción «al uso». Más difícil si se intenta transmitiros el universo extraño que representa pedalear por un paraje lunar, aunque las fotos ayudan y de qué manera. Pero hay que ponerse en situación y meterse en la piel del ciclista para rememorar en primera persona lo que se siente al rodar por la Casse Déserte, ese lugar inmutable que, como ya os hablé hace un tiempo, espera devorar al avezado cicloturista que se atreva a entrar en su boca de colmillos cariados.
Creo que he empezado bien. La frase de Goddet refuerza la idea de lo que te puedes encontrar aquí. Para que me eche una mano en la composición del artículo también puedo contar con la cita de otro padre del Tour como Henri Desgrange: «El Izoard es una confusión interminable, cuando estás a punto de dominarlo y suspiras, giras una curva y de nuevo te lanza un nuevo reto que haría refunfuñar una mula«.
Seguimos. En un principio tengo dos opciones para enfocar el relato: por un lado, de una manera sencilla, explicaros de forma directa mi experiencia cuando lo ascendí por primera vez hace ya nueve años, y por otro, intentando rizar el rizo, exponer aquella aventura usando la técnica de la «ida de olla», dejando hacer las manos sobre el teclado a ver con qué letras puedo salpicar de negro la hoja en blanco.