El Mont Ventoux exige humildad

Final del Mont Ventoux

Cuando el Tour aterrizó en el Mont Ventoux, Petrarca ya había escrito de él

“Ojo Ferdi, el Mont Ventoux no es una subida como las otras” le espetó Louison Bobet a Ferdi Kubler, de los dos grandes suizos del Tour de los cincuenta, el más brutote y básico.

Estamos en 1955. Ferdi Kubler entró, a sus 36 años, a saco en el Mont Ventoux. Como si la vida le fuera en ello, el inconsciente ciclista helvético rodó en vanguardia hasta que, desplomado, se bajó de su máquina y dijo que aquello era demasiado. El embrujo del Ventoux, esa sirena que te ensimisma en la su arbolada base, pero que te envenena con su plomizo aire en sus últimos metros antes de la cima había acabado con uno de los corredores más duros de la época.

El Mont Ventoux fue un descubrimiento intelectual de Petrarca que lo abordó hace menos de 700 años. Imbuido por el paisaje y la singularidad, el humanista toscano redactó una de las primeras cartas que se entendieron como línea de inicio del Renacimiento. Y no fue porque la cima provenzal le pareciera de dimensión humana, pues, a pesar de rozar los 2000 metros, no destaca entre las cumbres más altas de la historia del ciclismo aunque sí en la zona, raramente llana. Ello le ha valido el apodo de “el gigante de la Provenza”

Pero al margen de sus dimensiones, esa carretera que parte de Bedoin envenena la resistencia de los ciclistas. Quien desafió la cumbre lo pagó. Es un lugar de extremos, que puede registrar 40 grados sobre cero y 30 por debajo. Un sitio despoblado de masa forestal, rocoso y lunar que ha visto mistrales soplar por encima de los 320 kilómetros a la hora.

Artículo completo en El Cuaderno de Joan Seguidor


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