En el Mundial de Oslo, Miguel Indurain era el más fuerte con diferencia pero se cruzó Lance Armstrong.
Lance Armstrong en 1993 debería pesar sus buenos 80 kg, unos ocho o diez más de los que tenía, en plena forma, cuando dominó de forma tiránica durante siete años consecutivos -de manera fraudulenta- en el Tour de Francia de las ediciones entre 1999 y 2005.
Muchos jóvenes que lo descubrieron por aquel entonces, siendo el rey de la gran ronda gala, quizás hoy, si visionaran el video de aquella épica carrera, puede que no reconocieran a aquel descarado joven norteamericano que, en la penúltima vuelta de aquel mundial, atacara con decisión para convertirse en Campeón del Mundo con tan sólo 21 años.
Pero el circuito mundialista de aquel 29 de agosto en Oslo le venía como anillo al dedo.
Él lo sabía.
Era un semidesconocido aquel día en la capital noruega, pero estaba convencido que si corría con cabeza (algo poco habitual en él, más acostumbrado a dar rienda suelta a su fogosidad atacando sin mesura en todas las carreras que participaba y en las que acababa desfondado) tendría opciones de ganar.
Era un impaciente, pero en aquel Campeonato del Mundo se mentalizó que debería esperar su oportunidad.
Allí tenía que enfrentarse a los mejores ciclistas del momento, entre ellos a Miguel Induráin, el gran favorito, aunque el circuito noruego no era lo suficientemente duro para el campeón navarro.
Además las estadísticas tampoco le eran favorables, ya que indicaban que ningún corredor con 21 años había alcanzado nunca el maillot Arco Iris.
Así se vino para Noruega, concentrado sólo en la victoria, y acompañado por su madre, que en todo momento cuidó de él hasta en el más mínimo detalle.
La lluvia en el Mundial de Oslo
Aquella jornada en Oslo amaneció lloviendo.
Lo hizo torrencialmente durante todo el día. Los ciclistas lo pasaron muy mal durante las siete horas de carrera, pero hubo alguien que quizás aún lo pasó peor: Linda Monneyham, la madre de Armstrong, que estuvo sentada en la grada sin moverse, contemplando empapada el paso de los corredores y viendo cómo muchos iban cayendo en aquel circuito de 18,5 km.
La calzada se había convertido en lo más parecido a una pista de hielo de patinaje.
Un circuito muy malo y peligroso.
Recuerdo incluso como el propio Perico, en su retransmisión, criticaba con dureza a la organización.
El propio Armstrong cayó dos veces, aunque pudo montarse de nuevo en su bicicleta y seguir compitiendo. Continuaba esperando su momento.
Faltando 14 vueltas estaba en el grupo de cabeza que comandaba Induráin junto a Museeuw, Fondriest, Riis o Tchmil.
Aunque para él la presencia del tricampeón del Tour era su mayor amenaza.
Allí, en el fondo de aquel grupo, supo permanecer escondido hasta aquella penúltima vuelta en la que decidió pasar al ataque.
Ahora o nunca, pensó.
Llegó con una ligera ventaja al ascenso del Ekeberg, la mayor dificultad de aquel recorrido.
Pero aún seguía sintiendo el aliento en su cogote de sus perseguidores.
Andaban muy cerca.
En ese momento volvió a pensar en lo de siempre, que quizás otra vez, otra maldita vez, había vuelto a atacar demasiado pronto, cometiendo el mismo error de nuevo.
Sin embargo en ese instante en el que estuvieron a punto de darle caza, se levantó sobre su sillín, apretó los dientes, demarró con fuerza, y aumentó ligeramente su ventaja.
En el descenso del Ekeberg le sobrevino el pánico.
Eran 4 kilómetros de carretera deslizante.
Podría caer de un momento a otro.
Era lo más fácil.
Al final pudo sortear aquellas curvas manteniéndose muy firme y con mucha fuerza.
Al llegar abajo se giró: ¡no venía nadie! No se lo podía creer. Iba a ganar. Nadie había saltado a por él. Puede que la vigilancia extrema a la que se sometieron por detrás hizo que lograra ese pequeño margen de tiempo.
Fue suficiente, porque quedaban tan sólo 700 metros para finalizar aquel infierno, y pudo celebrarlo, cerrando los puños, tirando besos y saludando a los aficionados.
Cruzaba la meta y lograba levantar los brazos en solitario.
La primera en ir a su encuentro fue su madre.
Y allí se quedaron los dos, abrazados bajo la lluvia y calados hasta los huesos, echándose ambos a llorar.
No había mucho tiempo para más. El rey Harald de Noruega le esperaba. Quería conocerlo.
El sprint de plata de Miguel Indurain
Por detrás, a tan sólo 19 segundos del texano, Induráin, gran sorpresa para todos, conseguía batir al sprint a auténticos especialistas como Olaf Ludwig y Johan Museuuw: plata, bronce y chocolate, respectivamente.
Por muy poco se había quedado de conseguir ganar la Triple Corona: Giro, Tour y Mundial en un mismo año.
No pudo ser.
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