En unas horas acaba el Tour de Francia. 105 ediciones han transcurrido ya para una competición deportiva cuyos orígenes se remontan a 1903, año en el que se celebró su primera edición con 6 etapas y 2.400 kilómetros de recorrido.
Un siglo de pervivencia para una carrera única que se celebra en unos entornos naturales cautivadores y eternos. Una pervivencia que reside, fundamentalmente, en las emociones que provoca este deporte, tan intensas, tan repentinas, tan impredecibles.
Todo en el ciclismo es emoción. Ésta es, sin duda, la singularidad que imposibilita cualquier comparación con otros deportes. En el ciclismo todo puede pasar, en cualquier momento, con cualquier ciclista, en un sentido u otro.
Y esa incapacidad para aventurar un resultado nos genera incertidumbre; la incertidumbre, interés; el interés, afición; y la afición, emoción.
Termina un Tour que se ha disputado desde la primera etapa con reservas, y que finalmente nos ha deparado la emoción que necesitábamos. Porque no necesitamos mucho para vibrar, para ilusionarnos.
Lo suficiente como para ansiar la próxima edición, lo que permite a esta carrera seguir viviendo a pesar de que, en ocasiones, ofrezca pocas posibilidades a los candidatos a la victoria frente a los líderes consolidados.
Una emoción que provoca el peregrinaje de miles de aficionadas y aficionados a los escenarios en los que se produjeron los hechos más decisivos de la competición. Y a más épica, más peregrinos con sus bicicletas y sus caravanas.
Un migración de íntima trascendecia a lugares imperecederos. Una liturgia en la que solo con mencionar nombres como Tourmalet, Alpe d’Huez, se evocan las esencias más ocultas, aquellas que nacen de nuestros sentimientos más irracionales.
La alegría con la que la gente abarrota los arcenes y aceras de calles y carreteras para ver pasar a unos deportistas que apenas permanecen frente a ellos unos segundos, cuando éstos pueden llevar horas e incluso días esperando ese fugaz instante.
La ilusión con la que las niñas y niños (y, digámoslo, adultos) esperan ese bidón que caiga cerca de ellos. Una esperanza nacida de la fascinación por un deporte del que, más tarde o más temprano, serán protagonistas.
El frenesí con el que miles de personas desdibujan el camino que conduce a los ciclistas a la gloria, aferrados a cómo quiera que se llamen los márgenes de las pequeñas carreteras que recorren porcentajes imposibles. Las expresiones de esta emoción varían desde los aplausos y gritos a las carreras y extravagancias más absurdas.
Un ataque, un signo de debilidad, un segundo más o uno menos despiertan en nosotros esperanzas, decepciones, ilusiones, frustración, desinterés. Así son las emociones: desde el más mínimo gesto a la gesta más grande, cualquiera de las dos pueden suscitarlas.
Esta emoción aflora también en los ciclistas. Protagonistas de este espectáculos, sienten satisfacción, tristeza, alegría, ansiedad, miedo. Las emociones generan sentimientos, pensamientos, provocan comportamientos, y todo ello, a su vez, da lugar a nuevas reacciones emocionales.
El recorrido es prácticamente infinito, las emociones no tienen principio ni fin. Resulta complicado precisar que sentíamos cuando empezamos a interesarnos por este deporte y, obviamente, no tenemos la más remota idea de lo que sentiremos en las próximas ediciones ni lo que estas provocarán en cada uno de nosotras y nosotros.
Esta tarde, decenas de ciclistas cruzarán la línea de meta de los Campos Elíseos de París. Cada uno conoce los motivos por los que comenzó a montar en bicicleta, por los que alcanzó el profesionalismo y por los que ha participado en este Tour. En unas horas experimentarán unas emociones tan intensas que las recordarán vivamente durante años como si se encontraran en ese momento. Muchos de ellos serán quienes nos emocionen en la edición del año que viene.
La contrarreloj de ayer, segundo acto de la última etapa de los Pirineos, nos muestra por qué este deporte es único, incomparable, por qué nos fascina. Unas milésimas separan el éxito del fracaso, apenas unos segundos separan la gloria del olvido.
El ciclismo es emoción, y aunque la hayamos sentido especialmente en las dos últimas etapas, la espera ha valido la pena.
* Antonio Moreno es psicólogo del deporte especializado en ciclismo