Crecí en una casa rara. Muy rara. Crecí, decía, haciendo los deberes en una habitación pegada a otra en la que casi cada día escuchaba a mi padre discutir por teléfono y a gritos con la que ahora es la ‘vieja guardia’ del ciclismo. Gente a la que le tengo un enorme respeto y, en la mayoría de los casos, un gran cariño por cuestiones que no vienen al caso y ellos saben cuáles son. Una habitación en la que, esta sí era una llamada diaria, oía perfectamente acaloradísimos debates entre mi padre Jef y Josu Garai a cuenta de sus distintas visiones sobre el fenómeno Indurain (me pregunto qué diría ahora si ya en aquel entones se quejaba de la excesiva especialización del navarro en el Tour de Francia). Con Javier Mínguez. Con Javier de Dalmases. Con Nieves Moya. Con Benito Urraburu. En menor medida, porque solían estar más de acuerdo en estas cuestiones, con Chema Rodríguez. Con Pepa Martínez. Con Javier Ares. Con Manolo Sáiz. Y más, muchos más. Eran discusiones en las que parecía que le iba la vida en ello y, quizá, al final parte se le fue en ellas. Pero eran, sobre todo, discusiones respetuosas. A gritos, sí; pero (eso lo comprendí algún tiempo después) desde la admiración mutua entre ambos interlocutores. Con ese código mezcla de respeto, amistad, cariño y compañerismo que convierten a esta profesión de mierda en la más maravillosa que se pueda ejercer. Discusiones que (también lo descubrí algo más tarde) se trasladaban muchas noches al año a bares de hotel y autobuses de equipos.
Era, como digo, todo muy raro. Así, crecí admirando a Perico Delgado porque era lo que tocaba, pero pronto me hice más fan de Van Hooydonck que de LeMond. De Museeuw que de Indurain. De Vanderaerden que de Chiappucci. Incluso, en su época de oro, era más de la ONCE que de Banesto. Nadaba, por así decirlo, a contracorriente.
Más tarde, no tanto en algunos casos, recuerdo que, orgulloso (sabedor de que en algo habría influido en algunos de ellos) me decía la buena pinta que tenían los jóvenes que iban a tener que jubilarle a él y al resto de ‘abuelos’ que iban cumpliendo años. Así, recuerdo que le encantaba escuchar a Carlos de Andrés (todavía en la moto). Leer a Juan Gutiérrez (Guti) en el AS. Presumir de lo cómodo que le hacía sentir tener en ‘el Meta’ a Fernando Ferrari. A todos ellos menos, claro está, a su propio hijo. A mi, nunca se lo podré agradecer lo suficiente, siempre me exigió más y criticaba cada punto y cada coma que escribía en los pocos años que tuve ocasión de ejercer con él todavía presente.
Llevo algo más de 24 horas dándole vueltas a por qué no me gusta el recorrido que ASO nos presentó el miércoles en París para el Tour de Francia del próximo año. Y he llegado a una clara conclusión: porque esa rara manera de crecer me ha hecho un purista (purista: 3. adj. Que defiende el mantenimiento de una doctrina, una práctica, una costumbre, etc., en toda su pureza y sin admitir cambios ni concesiones) en lo que a ciclismo se refiere. No me gustan, al menos en el ciclismo, los cambios radicales y profundos. Creo que hay que mantener ciertas cosas intactas para que este deporte siga siendo lo que ha sido siempre: el más duro y bonito del mundo.
El Tour de Francia es, sobre todas las cosas, la prueba deportiva anual más grande e importante que en el mundo ha sido. Y será. Una carrera que siempre ha premiado al corredor más completo. Al que es capaz de subir como si su bicicleta flotara. Al que se mostraba más hábil en una primera semana terriblemente difícil para los menos equilibristas. Al que agachaba la cabeza en una crono y parecía ir impulsado por un motor a reacción (poca broma aquí con los motorcillos fantasma). Al que se lanzaba en una bajada a tumba abierta sin importarle nada ni nadie. Al que tenía la explosividad para dejar a todos plantados de un hachazo. Al que no se ponía nervioso si pasaba un momento de debilidad. Al que sabía manejar la presión de tres semanas de terrible esfuerzo. Una carrera, en definitiva, que premiaba al más completo de todos los corredores. Al mejor entre los buenos. Al inmortal entre los mortales. Al que, si esto fuesen los Juegos de la antigua Grecia, sería nombrado hijo de los dioses.
Y eso, en 2015, no parece que vaya a ser así. El Tour es el Tour, eso está claro, y la ausencia de contrarreloj no le va a restar ni un ápice de dificultad. El otro día le decía a algún ‘colega de la tecla’ que “el Tour podría plantear 21 etapas de 200 kilómetros completamente llanas y, aún así, seguiría siendo tremendamente duro porque, al contrario que el Giro, la Vuelta o cualquier otra prueba deportiva (y no hablo sólo de ciclismo) el Tour c’est le Tour” y eso ya es suficiente.
Pero no. No me convence. No me gusta este Tour. Un Tour tiene que tener una semana inicial ladina y tramposa (que la tiene). Tiene que tener una contrarreloj por equipos en su forma tradicional, no este invento nuevo que no me termina de molestar porque pienso que premiará al conjunto que mejor trabaje como un equipo (y no tanto al que alinee una serie de individualidades muy buenas en la lucha contra el crono), pero que desvirtúa la esencia de este tipo de etapas en todo un Tour. Tiene que tener dos o tres llegadas muy jodidas en los Pirineos y otras dos o tres en los Alpes (mejor dos que tres). Y, por supuesto, tiene que tener una contrarreloj larga. Y una cronoescalada. Sin todo eso, desde mi purista punto de vista, el Tour no es el Tour. Es otra cosa. Pero no el Tour.
El Tour ha hecho un guiño a dos cosas a la vez. Por un lado, busca la rentabilidad comercial brindando al gran público (al que despectivamente solemos llamar los del mundillo ‘público futbolero’) lo que le gusta: mucha montaña. Imágenes dantescas por televisión. Emoción hasta el final. Por otro, ofrece un recorrido muy pensado para mayor gloria de esa joven y prometedora generación que hace soñar a Francia con un nuevo triunfo final. No digo, no creo que nunca se haya hecho ni que nunca se hará, que hayan hecho un recorrido pensado para alguien en concreto, pero es innegable el guiño. Y, ojo, eso no está mal. Ninguna de las dos cosas. Están en su derecho y, eso no lo niego, veremos un gran espectáculo.
Si el Tour de 2015 tiene continuidad en años venideros podremos decir que el Tour ha muerto. El que hemos conocido desde después de la II Guerra Mundial. Se habrá extinguido igual que en aquel momento se perdió el tipo de carrera de los años previos a la guerra. Si eso ocurre, como digo, será el momento de decir que el Tour ha muerto, Vive le Tour!. Porque, eso no lo olvidemos nunca, el Tour c’est le Tour y siempre será el rey de esta loca y preciosa selva que es el ciclismo. De este safari que hace que, algunos, tengamos la suerte de crecer en casas raras. Muy raras.
Admiraba enormemente a tu padre. Me alegra que seais tal para cual. Un abrazo.
Gracias Juan Carlos. Un abrazo!!
Muy buen articulo!!!