El vacío post Tour

Pogacar celebra su etapa y su general del Tour © UCI

Ciclo 21 / Rafa Mora

Un amigo que vive en Vietnam me decía estos días que se sentía vacío, que ahora que se había acabado el Tour de Francia, le faltaba algo, que él que había estado yéndose a dormir tarde por ver las etapas en directo, y que tan zombie fue a trabajar por falta de horas de sueño durante las pasadas tres semanas de gloria, pues que había acostumbrado al organismo al serial de la carrera. No es, por otra parte, moco de pavo todo esto, porque hablamos de amor.

Al final, sí, tenemos carreras todos estos días, el Tour de Valonia, la Volta a Portugal, la prueba Vilafranca, el Tour de Chequia, y los Juegos Olímpicos, claro, pero es que el Tour es el Tour. Fíjense que no hace falta ni añadir ‘de Francia’. El vacío interior que te deja cuando se acaba se compensa de aquella manera, es decir, con pasión: con revisionados, recuperando lecturas pendientes durante los días de carrera, buscando entrevistas que te perdiste o, simplemente, saliendo con tu bicicleta y recordando con tus colegas el memorable reparto de candela, yo qué sé, por ejemplo, entre Carapaz y Mas que fue, en mi modesta opinión, lo más berraco de esta edición, o el sprint entre Vingegaard y Pogacar que se llevó el primero y que nos dijo aquello de ‘hay carrera’, o el ataque loquísimo en el Galibier del chaval de las crestas, o la paciencia de Remco, o las 35 de Cavendish, o el trabajo en la sombra de Landa, la pena de Pello Bilbao, el topitos de Abrahamsem en cada uno de los primeros días, la eterna lucha de Lazkano, de Romo, de Aranburu, las penurias de Carlos Rodríguez e, incluso, el mal rollito que se dice que hay con Ayuso, las salidas de tono de algunos, las polémicas entre periodistas y ciclistas… Siempre nos queda algo. Es como en los mismos puertos por los que transcurre la carrera. Esa marabunta de personas e historias que, frenéticamente, pasan por delante de tus narices en un santiamén y que luego es la nada más absoluta.

Me resulta bastante impactante, cada año que lo hago, cada edición que lo vivo en directo, esta vez en la etapa que acabó en Plateau de Beille, no el hecho de ver un puerto de montaña convertido en un auténtico estadio deportivo, con miles de personas andando o pedaleando, con sus banderas, con sus mochilas, con sus bicis, con sus aparejos varios y variopintos, sus disfraces, su humor -mucho- y su pasión -toda-, sino al día siguiente de todo eso encontrarte un escenario vacío, repleto de pintadas durante sus equis kilómetros de ascensión, animando a los ciclistas de esa edición cuando no pintadas de años atrás que aguantan aún viento y marea. Aquel desierto por el que subíamos como podíamos apenas 24 horas después de la etapa en la que Pogacar dijo este año es mi año, allí quedaba el silencio y el vacío, roto esporádicamente en el trantrán de la subida por algunas autocaravanas que descendían camino al próximo destino, vehículos de la organización recogiendo vallas, carpas, lonas, y aquellas bolsas de basura y restos de la guerra amontonados en zonas acotadas a cada tramo de la ascensión, con los camiones cargando todo aquello de arriba abajo, todo bien limpito y aseado.

Y luego, el fin. La calma. La cima, por ejemplo, con el logo de Skoda en el suelo, la línea de meta perfilada, el bar estival apostado con su terraza y no más de una decena de ciclistas, como nosotros, que se tomaban un refrigerio con toda la paz del mundo donde el día anterior, justo a esas horas, una carrera que lo es todo en el ciclismo convertía aquello en una orgía deportiva de primer nivel y en un escenario del cual ya no quedaba nada, salvo la pasión flotando en el ambiente. Es el vacío post Tour.

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