Los italianos, maestros del arte –en cualquiera de sus expresiones–, la moda y, en definitiva, todo lo que tenga algo que ver con la estética, son unos expertos a la hora de crear productos bonitos y que cualquiera con cierto interés en el asunto, estaría dispuesto a comprar. Hasta han sido capaces de vendernos una masa de pan plano con tomate, unos trozos de queso y unas hojas de albahaca como la quintaesencia de la gastronomía. Pizza Margarita, lo llaman. Y te la colocan casi como una reivindicación patria con todo aquello de Margarita de Saboya, el chef napolitano Raffaele Esposito y la bandera de la recién, entonces, unificada nación. Lo dicho, unos artistas.
Y ahí los tenemos, más de doscientos años después, fieles a su tradición de crear cosas suculentas y muchas veces simples. Como dirían los sacacuartos que en la neolengua del siglo XXI se hacen llamar coaches, todo se puede conseguir si realmente crees en ello. Y los italianos, también los que se dedican a esto del ciclismo, creen en sus carreras, sus equipos y sus corredores como nadie, ni siquiera los chovinistas franceses, que no ganan una grande desde 1995 y un Giro desde 1989 o los apasionados flamencos, que siguen hablando en presente de los Tours –y todo lo demás– de Merckx.
Llega el Giro, la primera gran vuelta del año. Y lo hace, una vez más, con un recorrido tan igual a su receta original que sorprende que, por enésima vez, el aficionado lo escrute con saña tratando de identificar los puntos clave. Es como lo de Margarita y su pizza: señora, no le de más vueltas: tomate, mozarella y albahaca, no hay más… ni menos.
El Giro es algo así como la pizza Margarita del ciclismo. Tres ingredientes apoyados sobre una base, los corredores, que son los únicos que, si no están a la altura de lo demás, pueden estropear la receta.
El Giro es esa pizzería napolitana en la que todo el mundo grita y reina el caos, pero en la que todo encaja sin que nadie sepa muy bien cómo o porqué. El Giro es el olor de la masa cociéndose y de la albahaca soltando todo su aroma hasta abrir el apetito del menos foodie. El Giro es esa mozarella que se va derritiendo con el paso de los minutos y que, cuanto menos entera y sólida está, más apetecible es, como las fuerzas y la resistencia de los corredores. El Giro es ese tomate burbujeante que lo une y le da sentido a todo lo que, por separado, podría parecer un montón de cosas inconexas. El Giro es, en definitiva, Italia.
Tres ingredientes tiene el Giro. El primero, nada nuevo, su dureza dosificada siempre en un in crescendo agónico e interminable para el corredor, pero extasiante para el espectador. Hoy ha sido jodido, pero mañana lo será más. Y así, 21 días con sus 21 noche, que pueden ser mucho más complicadas que el día a poco que la cosa se haya dado mal y la cabeza se empeñe en darle vueltas al asunto y no dejarte dormir.
El segundo, la montaña. Hay que dejarse de moderneces y tonterías. Igual que una pizza no se puede presentar en espumitas, reducciones o aires, la montaña tiene que ofrecerse sin anestesia. Nada de kilómetros reducidos y paredes imposibles. Eso es cosa de españoles, que serán mediterráneos, pero se nos han afrancesado; y de franceses, que ya no saben qué hacer para que su Grande Boucle se quede en casa.
El tercero, la pasión italiana. ¿Una tontería? Para nada. En el Giro se vive con la misma intensidad una etapa llana de 220 kilómetros con final más que anunciado al sprint, que una jornada con cuestas imposibles y desnivel acumulado como para hacer sombra a la cima del Everest. Y eso, día tras día, se nota. Se siente porque se corre para agradar al respetable y eso hace que no haya descanso. Ninguno. Y pobre del que se lo tome porque ese día estará perdido para el resto de la carrera. Ciao bello.
A estas alturas, todos conocemos ya cada centímetro de la carrera, cada cuesta, cada tramo de sterrato, que de eso también hay aunque sea como el orégano, imprescindible para unos y peccato mortale para otros. Podríamos hablar ahora de los casi 40 kilómetros de CRI repartidos entre Turín y Milán, de los siete finales en alto, de su Cima Coppi en los 2.239 metros del Pordoi, de sus trece primeras, once de los cuales se cuentan en sus seis últimas etapas; sus diez segundas, sus once terceras y sus diez cuartas. Podríamos también hablar de los 35 kilómeteos de sterrato de su undécima etapa… pero sería absurdo.
El Giro está servido. Caliente, humeante, bello y apetitoso. Sólo falta que los comensales se sienten a la mesa con Simon Yates (BikeExchange) ocupando la cabecera. Un puesto de favorito que llega, hasta en esto se repite la receta casi cada año, tan abierto como siempre. El británico, que tan cerca tuvo la gloria rosa en 2018, sabe bien el empacho que puede suponer la carrera y, pese a todas sus experiencias previas, parece, a priori, el hombre más a tener en cuenta a partir del sábado.
Junto a él, a cada lado, Hugh Carthy (EF-Nippo), podio en la pasada Vuelta a España y uno de esos hombres que, tras destaparse en la ronda española, está llamado a dar el siguiente paso en la Corsa Rosa; y Egan Bernal (Ineos-Grenadiers), siempre una incógnita. Su condición de efímero ganador más joven del Tour en tiempos modernos le hace valedor de la vitola de favorito, pero sus problemas de espalda siguen sin ser cosa del pasado y es todo un interrogante saber cómo reaccionará el cuerpo del colombiano a un recorrido tan brutal como el Giro. A su favor, claro está, que si se va entonando y llega bien a la última semana, encontrará el terreno ideal para él.
Un poco más alejados, los siempre impredecibles Mikel Landa (Bahrain-Victorious), que en 2015 consiguió en el Giro su, hasta el momento, único podio en una gran vuelta y que, una vez más, está ante el esta vez sí que el landismo sigue esperando para, al fin, descorchar el vino que tanto tiempo lleva guardado. También están ahí Aleksandr Vlasov (Astana-Premier Tech), el ruso casi italiano de 25 años que el año pasado se bajó antes de tiempo y que todavía debe demostrar que tiene una grande en las piernas, lo mismo que la dupla del Wolfpack formada por João Almeida y Remco Evenepoel.
El portugués sale como teórico jefe de filas, aunque todo podría ser una táctica de despiste. El belga no ha vuelto a ponerse un dorsal desde Il Lombardía en el que se dejó la cadera, pero nadie descarta que el Giro, con su ya mencionado in crescendo, le pueda servir para, si no tiene molestias, ir cogiendo el ritmo de competición ideal para atacar el último tercio entre los grandes aspirantes.
Y luego, claro, los outsiders. Corredores que, por pasado, por inexperiencia o por tener que esperar un fallo de su jefe de filas, confían en que la carretera y su propio buen hacer les coloquen en la posición ideal para pelear el rosa. Con Marc Soler (Movistar) a la cabeza, ahí pululan también Pello Bilbao (Bahrain-Victorious), Dan Martin (Israel Start-Up Nation), Jay Hindley (DSM), Davide Formolo (UAE-Emirates) o Pavel Sivakov (Ineos-Grenadiers).
Y por debajo de ellos, merodeando en la sombra de lo que fue, Vincenzo Nibali (Trek-Segafredo), el Tiburón que ya no tiene la mordida de antaño y que ha sido duda hasta ultimísima hora. Nadie sabe qué podrá hacer un corredor que, de entrada, no entra en las quinielas, pero que ya ha demostrado antes que sabe sacar fuerzas de flaqueza.
Así se presenta el Giro. La carrera por etapas con la receta más simple del pelotón internacional. Una simpleza tan sublime que es casi insuperable. Que aproveche.
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