No pocas cosas hemos dicho aquí sobre Michael Rasmussen. Casi ninguna buena. Nos ha parecido un interesado, un mentiroso, un oportunista y obviamente un tramposo. Por contra creemos que la forma en la que fue tratado en el Tour del que fue expulsado fue muy injusta, pues se le puso una alfombra roja de salida a una persona que con la ley en la mano no había hecho nada diferente al resto. Luego ha hecho esfuerzos para volver por diferentes vías pero el peso de su estigma salió siempre a flote como esas boyas en alta mar.
Quizá en el hecho que no haya podido volver resida ahora parte de su utilidad. Igual que la saña y verborrea que gastaba en las carreras que disputaba, Rasmussen es peligroso para muchos. Sí ahora mismo, en estos momentos. El ciclismo amanece con otro libro de traca, el del danés, que sabedor que las puertas del teatro se le han cerrado para siempre parece dispuesto a obrar en consecuencia. “Fiebre amarilla” se titula. A alguno ya le habrá dado fiebre, sin duda.
Y en esa nueva sinceridad dos personajes aparecen marcados en rojo. El primero de ellos ya caído y sólo el beneplácito e hipocresía de su equipo le mantienen en la palestra. Hablamos de Ryder Hesjedal, el hombre que ganó el Giro de 2012 proclamando a los cuatro vientos su total limpieza. Resulta que, empujado por la obra de Rasmussen, ha tenido que admitir que hace diez años el dopaje formaba parte de su vida.