La reciente presentación del ¿atípico, adulterado, de nueva generación, espectacular? Tour de Francia 2015 es una perfecta justificación para escribir una segunda entrega de la serie ‘Identidad de marca ciclista’, esta vez referida a las grandes pruebas por etapas, es decir Tour de Francia, Giro de Italia y Vuelta a España, aunque ésta última debe ser incluida en este grupo –y a los efectos de este estudio- con matices.
Si en la primera parte de este análisis, centrado en las clásicas, veíamos muchos elementos sobre los que trabajar para buscar esa identidad, ese punto diferenciador y exclusivo que capte el interés del aficionado… y del patrocinador, en el caso de las ‘grandes’, los factores a tener en cuenta son más reducidos, aunque mucho más potentes. Por no hablar de su potencia como ‘lobby’ ciclista, que es otro tema.
El primero de ellos es, naturalmente, la propia historia de las carreras, sobre todo de Tour y de Giro, ya que la Vuelta es mucho más reciente, ha estado muchos años por debajo en todos los aspectos, y también ha vivido muchos vaivenes en su devenir; el segundo, lo definía esta mañana de forma acertada Javier Guillén en una interesante entrevista en ‘Cinco Días’: “Los aficionados italianos y franceses hacen de su Giro y de su Tour algo propio, algo que trasciende más allá de una competición o de quién la gestiona”. Para bien, y algunas veces para mal, ya que el Tour pasa con extraordinaria facilidad de ser la carrera universal por antonomasia a ser profunda y provincianamente francesa cuando le interesa. En cuanto al Giro, cada uno de sus detalles está impregnado del sabor del país y cualquiera que haya estado allí puede afirmarlo. El director general de la Vuelta reconocía que la carrera española no lo tiene pero “es algo a lo que debemos aspirar”.
Porque pensar en que un cambio a un nombre más rimbombante, la llegada de un gran patrocinador que la fagocite o un recorrido especial pudieran dar más identidad a las ‘grandes’ es una utopía. Francia, Italia o España tienen el suficiente territorio como para buscar cualquier tipo de trazado. No obstante, la Vuelta es, con diferencia, la que mejor trabaja este aspecto. Y en los últimos años, como decía Guillén en esa misma entrevista, lo ha consolidado muy bien: “Tenemos una personalidad muy definida. Finales explosivos, etapas cortas, puertos nuevos, algunos de ellos brutales, salidas originales… Tenemos una gran identidad como carrera”. En este sentido, no le falta ni un ápice de razón.
Cóctel de cuatro elementos
No obstante, a la hora de ‘dibujar’ el recorrido de una ‘grande’, siempre se han tenido en cuenta dos elementos fundamentales –montaña y contrarreloj individual- para decidir la carrera, y otros dos complementarios –contrarreloj por equipos y bonificaciones- para animarlas, pero sin tanto peso para definirlas, salvo que pase algo inesperado como en la Vuelta 2008 con Contador y Leipheimmer.
De la proporción de estos elementos en el cóctel podemos hablar de una carrera equilibrada, de una prueba para escaladores o de la ventaja de los rodadores. Es potestad del organizador que, según sus intereses particulares en cada momento, apueste por un tipo de corredor o por otro. En algunos casos la combinación está dentro de lo permisible –por ejemplo, el Tour de 2012 de Wiggins al que muchos han aludido estos días-; en otros casos, el desequilibrio es manifiesto, como en los Giros de Moser y Saronni y, sobre todo, en aquella vergonzosa Vuelta a España de 1977 que solo pensaba en Freddy Maertens.
Sin embargo, jamás se había vivido un caso como el del próximo Tour, en el que no ha habido desequilibrio en los elementos que forman ese cóctel, sino que simplemente se ha escamoteado uno de ellos. Desde que el ciclismo tiene esa fórmula moderna, jamás ha habido una ‘grande’ que haya prescindido de una contrarreloj individual en su desarrollo, es decir, después de la etapa prólogo –que es como hay que llamar a lo de Utrecht-. Por no hablar de lo que también significa adulterar la competición poner una crono por equipos tan tarde, cuando tiene más peso el desgaste de la carrera –muchas veces injusto en forma de abandonos inesperados- que el propio potencial de cada equipo. A eso me refería antes sobre el poder fáctico de las ‘grandes’.
La identidad de la participación
Desgraciadamente, me temo que en este tipo de actuaciones lo que se está definiendo es otro tipo de identidad, la de atraer a determinado ‘perfil’ a la línea de salida de cada prueba. Dando por sentado que es imposible que las grandes figuras afronten las tres ‘grandes’, el optar por un recorrido u otro es un elemento que sirva para definir la prueba, en base a la participación. Como antaño hacía la Vuelta para contar con Eddy Merckx, Maertens o Bernard Hinault. Y quizá la competencia Giro-Tour sea bastante más larvada de lo que parece en un principio, mientras que la Vuelta juega un papel complementario o, en algún caso, de examen de septiembre para los que no aprueben en julio, como sabiamente dijo José Miguel Echevarri. Y no le va del todo mal.
En este sentido, el Tour ha apostado descaradamente por la participación, resumida en dos tipos de ciclistas: los jóvenes cachorros franceses y los grandes escaladores internacionales, en ese dualismo del que antes hablaba, aunque se resuma no en los calificativos del primer párrafo, sino en un acertado pseudotitular que Manolo Saiz tuiteaba ayer: “El Tour mata el Tour de Francia».
Y ojo, por muchas barbaridades que se cometan, la identidad del Tour está garantizada y consolidada. Y el éxito de la carrera, también