Jaime Mir vivió tres o cuatro vidas de las nuestras

Portada del libro de Joan Seguidor sobre Jaime Mir

Jaime Mir fue ese secundario de lujo que brillaba más que muchas estrellas

Admito que el día que me sugirieron escribir la historia de Jaime Mir me asaltaron ciertas dudas. Conocí a Jaime Mir como todo buen buen aficionado, pululando por la meta, saliendo en todos los tiros de cámara, siendo omnipresente, asistiendo ciclistas, los suyos y los otros. Poniendo la marca donde ésta quería, en la imagen más preciada, el momento mejor pagado: el ganador recién atravesada la meta.

Luego, cuando empecé a frecuentar carreras, vi aquel tipo del bigote en directo. Aquello era fuego, pasión, pólvora prendida, una «mascletá» correteando por meta, del podio, a la línea de meta, a la permanente, a la prensa, al set de televisión. Era un personaje encendido, chillaba, gesticulaba.

«Como un Cristo, como un Cristo» les decía a los corredores, obsesionado por la marca, el «paganini», el mecenas que ponía sus dineros para que la rueda no parase.

Era tal su obsesión por tener contenta la mano que daba de comer, que muchas noches, me confesó, repasaba en vídeo la jugada para corregir errores e incrementar la presencia. Aquel personaje, en los ojos de un adolescente, tímido y descolocado en un teatrillo de enanos corriendo, no caía bien de primeras, te desplazaba con la mano, solicitaba atención.

Y llegó la hora de nuestra entrevista, el primer minuto de cientos que habríamos de consumir para sacarle jugo ese pedazo de vida. En el umbral de su casa en Barcelona me abrió una persona calmada, sencilla, humilde y sobre todo tremendamente agradecida. Una persona extrañada ante el honor de protagonizar un libro.

Fueron horas y horas de charla, en ocasiones vibrante, otras cargada de melancolía, una nostalgia que a cierta edad hace bueno eso de cualquier tiempo pasado fue mejor. Y nos habló de sus inicios, del veneno que ciclos Palomera, muy cerca de la Sagrada Familia, le inoculó. Un veneno que fue la bicicleta y que llevó en la sangre hasta el último de sus días.

En la pequeña galería contigua a su comedor repleto de cintas en las que intervino, desde los western al cine S, creo recordar que era así, y mira que puso hincapié en definirlo con exactitud, dio cuenta de su vida y milagros.

Una historia que arranca desde los mismos bombardeos italianos sobre Barcelona por la Guerra Civil, de la estancia en Valencia, por donde veía pasar a rojos y nacionales en días alternativos por la disputa de las fronteras, la miseria de juventud, las historias de la Monumental de Barcelona…

Y así creció el amigo Mir hasta dar con el taxi, El Mundo Deportivo y el ciclismo, no el que había conocido hasta la fecha, no, el ciclismo con mayúsculas, llevar a corredores a sitios, cubrir un Tour, el de Bahamontes, ver a Simpson morir en directo, saber de Riviere cuando se partió la espalda y cayó en desgracia…

La «belle époque» y lo que no fue la «belle époque», el ciclismo que quedó tras el caso Festina, cuyo escándalo le pilló en medio. No quiso hurgar en lo incómodo de la historia que le tocó vivir, se le respetó y el resultado fue un cuento de esos que sólo hay uno entre un millón.

Artículo completo en El Cuaderno de Joan Seguidor

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