La caída de popularidad de Nairo Quintana se la ha granjeado él solito. Procurar ser objetivo con el colombiano es complicado, quizá no tanto de puertas hacia adentro, por que uno al final lo que expresa es coherente consigo mismo, pero sí hacia afuera: digas lo que digas levantará ampollas, seguro.
Teniendo a Quintana como uno de los mejores ciclistas de los últimos diez años, aquel chavalillo vestido de blanco que irrumpió para hacer soñar a un país que sí, era posible ganar el Tour, con talento, humildad y trabajo, representando una zona donde las cosas cuestan y la vida no es sencilla, pero en definitiva, poniendo una sonrisa a un ciclismo que empezaba a caer en manos del señor Sky.
Con los años el amigo Nairo acrecentó esa leyenda con triunfos de todo tamaño y trascendencia. Le dio a Colombia su primer Giro, con la grata compañía de Rigo Urán en el segundo peldaño –ay ese descenso del Stelvio y las radios–, y a los dos años se llevó la Vuelta a España, casi treinta años después del jardinerito Lucho Herrera.
Pero Quintana nunca escondió que lo suyo, lo que le motivaba, es el Tour, normal lo domas casi de inicio, como mejor joven y poniendo contra las cuerdas al capo Froome.