Redacción / Ciclo 21
Pocos ciclistas nos habrán hecho sentir tan vivos como Fignon
Cuando Lemond ganó el Tour a Fignon, una ligera sonrisa con la frialdad de quien ve lejano el sufrimiento ajeno, emergió de mi rostro aquella tarde de julio de 1989.
El Tour moría en París, como nunca ha vuelto a hacerlo desde entonces, con una crono, que salió de Versalles para arribar al corazón parisino y robarle a un lugareño la gloria más grande a la que opta un ciclista.
Laurent Fignon se descomponía, sin casco y desprovisto de la aerodinámica del manillar de triatlón, ante Greg Lemond en el último suspiro de aquella inolvidable edición.
Todos queríamos que ganara Lemond
Especulador, aferrado, omnipresente, el americano sacó el partido emocional de la parroquia surgido del escupitajo de Fignon a un cámara, el día antes de la hecatombe.
Hay versiones para todos, una es que el cámara estaba en el sitio que no debía, a la salida del tren de alta velocidad, y el ciclista se sintió intimidado.
Otros echaron pestes de Laurent, tachándole del altanero que siempre fue.
Otra más en los anales del parisino.
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Fignon era un tipo que no caía demasiado bien en el pelotón, por su carácter huraño y agresivo (luego con el tiempo eso cambió).
Fignon, apareció en la escena mundial en aquel inolvidable Tour de 1983. Era un Tour sin Hinault y la carrera se convirtió en una lucha abierta entre jóvenes corredores (Roche, Anderson, Winnen), y experimentados talentos (Zootemelk, Van Impe, Agostinho). Pero lo que nadie esperaba es que aparecieran novatos que dieran mucha guerra como los colombianos (Corredor y Patrocinio Jimenez), Robert Millar, los españoles Delgado y Arroyo, y sobretodo el gran Fignon.
Ese Tour, fue uno de los mejores de la historia, y lo fue, porque no tenía patrón. Y el ganador de ese Tour, loco y abierto, fue el francés Laurent Fignon, probablemente porque fue el más listo y regular.