La Italia de posguerra fue terreno de pillaje: un amasijo de ruinas que cabía reconstruir con algo más que intentar joder al de al lado para mantenerte a flote. Esa gente presa del hambre y las ganas de algo mejor tenía necesidad de referencias y el ciclismo se las dio. Uno de esos iconos ya estaba vigente bastante antes de la segunda contienda mundial.
Era Gino Bartali, un frondoso toscano, duro y fuerte, rudo, contundente pero piadoso, muy piadoso. Su religiosidad fue transversal, alcanzó desde las clases bajas a las acomodadas. En una sociedad que creció con un profundo sentimiento cristiano, este moreno toscano fue hilo conductor y vaso comunicante entre gente de muy diferente pelaje.
En junio de 1938, recién finalizado el Giro de Italia, Benito Mussolini, obsesionado con hacer de sus éxitos fruto del fascismo, empujó a que Bartali representara a Italia en el inminente Tour de Francia. “Si no va él, ¿quién mejor?”. Bartali fue y ganó y lo volvió a ganar diez años después, en una rara efeméride que sólo él protagonizó y por medio, con la Segunda Guerra Mundial de telón de fondo, salvó judíos cuyos nombres transportaba ocultos en el cuadro de su bicicleta.
Pero hubo un día, en la antesala de la gran conflagración, en junio de 1939, que, en el Giro del Piemonte, se cruzó un escuálido ciclista nacido en la Liguria, esa tierra que vive el ocaso de la San Remo. Su nombre era el de Fausto Coppi. Su tez afilada, pelo como engominado y mirada profunda que enamora. Rasgos míticos.
Coppi, de origen también campesino, como Bartali, ganó el Giro de 1940 con una serie de maniobras que se entendieron desde el lado del “Piadoso” como poco claras. El furor que acompañó la entrada de Coppi en la Arena de Milán, mientras Alemania invadía Francia, acabó de convencer a Bartali de que aquí, en este ciclista que el propio Constance Girardendo avalaba, tenía algo más que un rival.