“Claro que podía subirla, yo soy ciclista, ¿sabes?” y su determinación y, sobre todo, la expresión de su cara, mezcla de incomprensión y enfado hizo el resto. Nos disculpamos, claro. Y le pedimos, por favor, que lo volviera a hacer. Y ella, ya más sonriente, se montó en la bicicleta, se agachó para pasar por debajo de la cinta plástica y se lanzó ladera abajo para, momentos después, retorcerse en los pedales subiendo, por el camino paralelo que dibujaba esa misma cinta plástica, la ladera del prado por el que minutos después iban a volar, con más velocidad, pero no creo que con más ilusión, los Van der Poel, Van Aert y compañía. Y nosotros, los adultos, como en el exquisito El Principito, sentimos esa punzada dolorosa y triste en el estómago porque, de repente, lo entendimos.
Allí, con nuestra cerveza en la mano y el estúpido descreimiento de los que ya contamos los años por canas, entendimos que aquella niña, de la que nunca supe el nombre, encarnó, con esa frase, llena de seguridad en sí misma y de sueños, el futuro y la ilusión que, en algún momento del camino, o bien perdimos o bien enterramos bajo la pesada losa de lo que llamamos realidad. Ella, con su ingenua indignación por nuestra chanza mal disimulada de admiración al aplaudirla cuando la vimos subir por primera vez la empinadísima ladera del circuito de Ronse, es el futuro.
Esto que les cuento sucedió hace exactamente un año y la protagonista de la historia era una niña de no más de 10 años que seguramente, o eso me gusta imaginar, tiene una habitación en la que los pósters de Frozen, Vaiana o Nemo comienzan a desaparecer y a ser sustituidos por los de Melissa Benoist, Bruno Mars, Gal Gadot, Justin Bieber o los chicos de Maroon 5, primeros signos de la niñez que comienza a quedar atrás y el abismo adolescente que se abre ante ella.
Pero, entre las viejas Elsas y Ladybugs y los tatujaes del cantante canadiense permanecen, siempre en primer plano, los cullotes y el casco. Los guantes y el maillot. Algún dorsal con restos de barro. Un trofeo que ocupa el lugar preferente de una habitación en la que siempre habrá hueco para las fotos, arrancadas de alguna revista, de sus verdaderos ídolos: Sanne Cant, Ellen Van Loy, Sophie De Boer, Marianne Vos, Wout Van Aert, Toon Aerts, Mathieu van der Poel, Kevin Pauwels…
Una niña, decía, que se levanta cada mañana para ir al colegio en bicicleta y que, de camino, con la mochila al hombro, sueña con ser aplaudida por miles de personas en algún circuito. Una niña que cada noche, cuando cierra los ojos, ve arcoíris en su pecho. Una niña que, indignada, nos decía a los estúpidos adultos que menospreciamos su esfuerzo, que no es una niña, que es una ciclista.
Y ¿saben qué? Aquella niña, de la que nunca supe el nombre, tenía razón. Y por ello, y por las muchas y muchos ciclistas bajitos que cada fin de semana se enfrentan a esas mismas miradas y risas adultas, le dedico estas líneas. Porque, efectivamente, ella es una ciclista como la copa de un pino y su sitio está junto al resto de los de su estirpe.