Ángel Olmedo Jiménez / Ciclo 21
Si uno acude al palmarés oficial del Tour de Francia observará que, desde 1999 hasta 2005, no aparece el ganador, siendo su nombre sustituido por un asterisco que ensombrece la grandeza de la prueba más importante del concierto internacional (y evoca la mayor lacra que, de modo recurrente, ha venido persiguiendo al deporte, el dopaje).
Durante varios años, antes de que la investigación de la USADA se llevara a efecto y se dirimiera que Lance Armstrong (Plano, Texas, 1971) y su escuadra mantenían una sistemática de dopaje, el estadounidense podía presumir de ser el ciclista con un mayor número de victorias (todas ellas consecutivas) en la clasificación general del Tour de Francia.
Hoy, los resultados de Lance Armstrong objeto de la investigación han sido anulados, pero, en su palmarés, en lo que al Tour compete, permanecen, aún intactas, dos victorias en la prueba que le tuvo como dominador durante aquellos siete años.
La primera de ellas, en 1993, fue en Verdún (un lugar de infausto recuerdo para la humanidad, en el que se produjo una cruenta batalla durante la Primera Guerra Mundial que se saldó con más de 700.000 bajas). La otra, con un marcado carácter de revancha, de justicia poética, fue en 1995, un 21 de julio.
Para contextualizar el triunfo de Armstrong hay que comenzar nuestro recuerdo varios días antes, en concreto, el 18 de julio de 1995, en la que el Tour deparaba una emocionante etapa entre Saint Girons y Cauterets y en el que habían de superarse el Portet d’Aspet, Menté, Peyresourde, Aspin, Tourmalet, hasta alcanzar la meta en la cima de Cauterets.
En el descenso del primero de ellos, una caída afectó a siete corredores, entre los que se encontraba el otrora campeón olímpico amateur en los Juegos Olímpicos de Barcelona´92, el italiano, Fabio Casartelli. Las imágenes eran preocupantes. El transalpino, encogido en el suelo, y bañado por un charco de sangre, tras haberse golpeado con el suelo y, posteriormente, con uno de los quitamiedos de piedra. Inmóvil, inerte.
Por delante, la carrera no paró. La caravana publicitaria que anticipaba la llegada de los corredores mantenía su particular algarabía. Las noticias sobre Casartelli eran confusas todavía. Virenque, en el Peyresourde se escapó del grupo que hacía de avanzadilla. En el ascenso del Aspin, el director Jean Marie Leblanc anunció el fallecimiento de Fabio Casartelli por Radio Tour.
Aún hoy, muchos ciclistas de los que conformaban el pelotón cuentan que no fueron informados del suceso. Sin embargo, otros, como el canadiense Steve Bauer, compañero de equipo en el Motorola, cruzó la meta convertido en un mar de lágrimas (parece que algunos aficionados en la cuneta habían transmitido la dolorosa noticia).
Virenque terminó llegando en solitario a la meta. Indurain, por su parte, aseguraba su triunfo en la general, concluyendo la etapa junto al suizo Zulle, el segundo clasificado. El danés Riis, por su parte, arañaba segundos que le hacían arrebatar la tercera plaza a Jalabert.
Hubo una gran celebración en el pódium. No en vano, el héroe local, había realizado una demostración de superioridad y fuerza y la organización no entendió oportuno suspender los fastos y el boato habitual (más preocupada por salvaguardar la relevancia de sus patrocinadores).
En la jornada siguiente (entre Tarbes y Pau), la reacción fue colectiva. La serpiente multicolor fue un fúnebre cortejo que avanzaba, a muy limitada velocidad, por el recorrido pactado. Nadie pensaba disputar la jornada y todos los ciclistas lucían un crespón negro en los maillots. En el recuerdo, Casartelli. Su bicicleta había sido colocada en la baca del coche de equipo, como señal de indudable respeto y emoción ante su pérdida.
Cuando restaba algo menos de un kilómetro, todos los hombres del Motorola se antepusieron a sus compañeros y traspasaron unidos la meta, en demostración de duelo, por el fallecimiento de Fabio. Andrea Peron, compatriota y compañero de habitación, fue el primero de la etapa, solo Armstrong y Mejía llevaban casco (no era obligatorio y los informes médicos aseguraron que su uso no hubiera evitado la muerte del italiano el día anterior).
La organización reaccionó ante la pasividad del pelotón y decidió anular los resultados deportivos de la jornada. Los premios económicos, doblados por la dirección de carrera, fueron a parar al Motorola, que los destinó a la viuda de Fabio, quien se encontraba embarazada.
Pasado este día de luto, la carrera continuó su frenesí competitivo. En la llegada a Burdeos, el alemán Zabel se impuso en el sprint y aún restaban tres días para acabar la carrera, de los cuales uno se reservaba para París y el inmediatamente anterior para una crono en el Lac de Vassivière. El viernes, el más próximo, anunciaba la única jornada en línea, entre Burdeos y Limoges.
Y fue en esos 166 kilómetros del día 21 de julio cuando Armstrong decidió que la honra de Casartelli no estaría suficientemente recompuesta hasta que Motorola pudiera brindar un triunfo en competición, no una mera dádiva o liberalidad de los organizadores.
La etapa fue muy disputada y hasta el danés Riis intentó poner en problemas al maillot amarillo, del que le separaban casi seis minutos. No obstante, Induráin, que ya había tenido algún que otro contratiempo en la etapa de Mende (con un estratégico ataque de ONCE en favor de Jalabert) no permitió que ninguno de sus rivales pudiera adquirir la más mínima ventaja.
La escapada buena estuvo formada por doce corredores (Armstrong, Ferrigato, Ekimov, Robin, Den Bakker, Tafi, Lelli, Cenguialta, Bruyneel, Sciandri, Dufaux y Jaermann) y el texano se marchó de ellos en los últimos kilómetros, aprovechando el descenso de la última cota puntuable del día.
Lance, visiblemente emocionado, como siempre expeditivo en su gesto, se levantó de la bicicleta. En primer lugar elevó uno de sus brazos (adornado con el distintivo arcoiris que le reconocía como campeón del Mundo en Oslo, en 1993, por delante de Induráin), después ambos, tras ello lanzó un beso que dirigió al cielo. No existía duda interpretativa alguna. Su triunfo contaba con un dueño que, desafortunadamente, ya no podría acompañarle en el festejo.
En meta, las declaraciones de Armstrong era todo un tributo al italiano: “Todo esto es por Fabio Casartelli. Me encontraba francamente mal al final pero continué mi esfuerzo pensando en él. Lo hice por él”.
Meses más tarde, se erigió un monumento en honor de Casartelli en el punto en el que éste perdió la vida. Se denomina “La Stele” (La Estela), aunque su constructor, lo bautizara como “El vuelo de la luz”. Se trata de un gran rueda, que se revela tras la bandera olímpica y cuenta con un lema evocador, “El tiempo vuela, se detiene la vida, brilla la gloria”. Un homenaje, ineludible, a la memoria de un ciclista que falleció en acto de servicio.
El casco, por si se lo preguntan, no fue obligatorio hasta 2003. En marzo de ese año, otro ciclista, el kazako, Andrey Kyvilev, murió por un brutal golpe en la disputa de la París-Niza.