Hacía tiempo que el encaje Tom Boonen en el ciclismo no era sencillo. No lo era tampoco en su equipo. Su leyenda, apellido y fama han sido tan grandes que a veces hasta ha dado la sensación que sin su concurso las cosas habría salido mejor para los suyos. Incluso se dio la circunstancia, como Nico Van Looy, reconocido “boonista” casi tanto como “nyista”, nos dijo que este Boonen, de un tiempo a esta parte transmite inseguridad, corre cuadrado y no resuelve, está como nervioso y en ese contexto tenemos esas caídas que han sembrado de cicatrices los últimos meses de su carrera. Es curioso se cae en Qatar y nunca en Roubaix.
Hacía tiempo que se sabía que ésta iba a ser la última París-Roubaix de Boonen, se dijo incluso que si ganaba “adios muy buenas” al ciclismo profesional, despedirse desde lo más alto, pocos pueden decirlo. Hace un año otra leyenda dio un paso atrás en el velódromo de Roubaix, Brad Wiggins, el ciclista que despierta sentimientos encontrados a partes iguales.
Hacía mucho tiempo que Boonen no hacía un monumento “potable”. Incluso diría que cabría remontarse cuatro años atrás, cuando ganó todas las grandes del pavés, incluidas Flandes y Roubaix, salvo la Het Nieuwsblad, una carrera que no logró porque un ciclista manifiestamente inferior en todos los sentidos, Sep Vanmarcke, se lo impidió.
Son esas cosas que tiene el ciclismo y en especial estas carreras del adoquin, y sobre todo el infierno del norte, la Roubaix, que son carreras que no obedecen a estadísticas ni previsiones, y que puede llegar un “Mathew Hayman cualquiera” para amargarte un registro que te situaría en un escalón único, en un sitio que nadie ha pisado antes que tú.
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