Fernando Ferrari / Berlín (Alemania) / Enviado especial Ciclo 21
Berlín. Ciudad olímpica allá por el hitleriano 1936 -donde el atleta negro Jesse Owens fue el protagonista máximo- y donde el francés Robert Charpentier dobló oro en fondo en carretera y persecución por equipos en el Sport Club ya desaparecido. Nada menos que 87 años después la capital alemana -en plena democracia post Merkel– sigue gozando de este deporte en pista con la cada vez más asentada Liga de Campeones de pista UCI («UCI Track Champions League») auspiciada por Warner.Bros Discovery y en colaboración con la Unión Ciclista Internacional.
Tras la inauguración de Palma llegaba la cita berlinesa. Y en Alemania, en otoño, no suele hacer sol, sino todo lo contrario. El ambiente es gris, húmedo y con amenaza de lluvia perenne. Y quizás sea una de las razones del porqué la pista es un entorno habitual de los países centroeuropeos y nórdicos donde el mercurio no sube. Un refugio perfecto para seguir con la actividad ciclista en un espacio seguro. Y si vas al Velódromo de Berlín hay que buscarlo y mirar hacia abajo a través del gancho de un huerto de manzanos. Y es que la instalación está emplazada literalmente en un enorme cráter de 150 metros de diámetro a 17 metros de profundidad, obra del arquitecto francés Dominique Perrault. Como si una enorme nave espacial circular hubiera aterrizado y asentado en el parque del distrito Prenzlauer Berg y en la avenida de Landsberger Allee, donde se alojan los protagonistas en un hotel casi adosado.
La modernidad de este peculiar edificio multidisciplinar ideado para conmemorar la reunificación germánica y como parte de la -fallida- candidatura olímpica veraniega de 2000 -ganó Sidney- contrasta con su entrada austera que recordaba a la época de la guerra fría, su paraguas soviético y de la extinta República Democrática Alemana (RDA). Una guardia de seguridad nos indica la dirección correcta bajo un arco con el letrero VELODROM. Y hay que bajar escaleras, como un aparcamiento al uso, pero desembocando en el subterráneo de la zona, como el que aprovechaban miles de ciudadanos huyendo a la zona occidental bajo el muro en busca de una nueva esperanza vital. La imagen es reconfortante y, en cierto punto, envidiosa sana. Cientos de personas hacen una larga cola para acceder al recinto una hora antes de que empiece el espectáculo. Ordenados, silenciosos, cívicos y alguno adornado con un maillot del otrora ganador y polémico equipo local Telekom de, entre otros, Jan Ullrich.
Un minucioso y respetuoso control de seguridad -periodistas incluidos- es el paso previo al acceso al velódromo ya decorado con toda la imaginería de la Liga de Campeones. Hay ambiente deportivo, de ocio y de ganas por asistir a un evento único por tercera vez en el programa. Una pulsera verde nos identifica para poder movernos por la sucesión de pasillos, escaleras y puertas de un recinto con olor externo a salchichas, patatas fritas, palomitas de maíz y pretzel. Hasta llegar a nuestros lugares reservados y exclusivos, la sala de prensa interior y la instalada en la pelousse, junto a todo el colectivo que conforma este evento. A pie de pista literalmente.
Y antes del inicio de la competición en sí, toca descubrir los entresijos logísticos, técnicos y humanos -formado por un grupo de más de 200 personas- que hacen posible cada año esta peculiar competición instalada en este hueco del calendario y que se desarrolla en un mes y en este 2023 sobre cinco mangas y cuatro sedes. Los guías son el francés Florian Pavia -«Series Director UCI Track Champions League»- y la española Laura Cueto, miembro del equipo de comunicación y exjefa de prensa de Unipublic y, por ende, de la Vuelta a España.
Mientras suena la música, bailan las luces, el locutor oficial va elevando la temperatura -hace calor en el interior-, visitamos la zona de control técnico de todos estos elementos que han de estar en perfecta comunión con la producción televisiva, formada por 20 cámaras incluida la colgante que cruza la pista de lado a lado; el espacio donde se rotulan todas las imágenes tan dinámicas y veloces como los ciclistas, todo coordinado con la realización. Un grupo instalado en un tráiler exterior junto a una vasta fila de camiones que han transportado el voluminoso material técnico para hacerlo posible. Benoit -lector confeso de Ciclo 21- es el encargado de controlar todos los datos físicos de los ciclistas -sobre todo velocidades y vatios- y transmitirlos al centro de control para publicarlos en la propia pista y en los numerosos canales televisivos que lo retransmiten, liderados por Eurosport y en España complementados con la señal de RTVE. Una información del deportista que no recibe y que queda en sus archivos estadísticos y privados como base de datos para futuras mangas y ediciones a modo de récords por superar. Y así todo listo.
Tras las dos puntuaciones previas con puntos UCI -un calentamiento idóneo para los presentes- arranca el espectáculo. A modo de musical neoyorquino todo se activa como un reloj, como un plató televisivo -es lo que es- en directo. El ilustrado público alemán casi puebla las gradas -que tienen un aforo exacto de 5.583 asientos- dispuestos a amortizar su localidad lo mejor posible. No les cuesta mucho trabajo. Mientras el locutor local presenta a los concurrentes -sin el lesionado Mora ni los colombianos Quintero y Bayona en los Panamericanos- voluntarios lanzan regalos con fusiles de aire. Música, luces de todo color, focos discotequeros y temperatura ambiente son los ingredientes perfectos para una tarde-noche de lo más entretenida. Los invitados más privilegiados esperan en la pista con una copa de cava y/o la casi obligatoria cerveza indígena.
Mientras la pelousse empieza a carburar con los participantes perfectamente repartidos por naciones en sus boxes -especialmente destacan los de Ucrania e Israel– calentando en rodillos mecánicos o en el mini circuito central alrededor del trofeo final. La cobertura televisiva se pone en funcionamiento con un espacio para entrevistas y varias cámaras móviles hacia las que los expertos van analizando la jornada con especial protagonismo para la local Kristina Vogel, la bicampeona olímpica y once veces campeona del mundo, parapléjica tras un accidente entrenando. Con un conjunto de americana, falda y botas moradas, perfectamente maquillada, se mueve con soltura con su silla de ruedas por el escenario ante sus aficinoados y entrevistando a los ganadores de las diversas pruebas. Y siempre con una sonrisa ejemplar.
Las pruebas y el programa son estrictamente puntuales -las escaletas televisivas mandan- y el guion es una catarata infinita. Hombres, féminas, velocistas y fondistas se intercalan a un velocidad rápida y perfectamente engranada. Como en Palma, el neerlandés Harrie Lavreysen sigue triturando las cifras de vatios arrancando el aplauso del graderío e incluso desde sus propios colegas, rendidos ante su poderío. Casi lo mismo que la escocesa Katie Archibald, una mujer tímida, pero más que efectiva en la pista que se pasea sin problemas con su sujetador deportivo, sus gafas de vista y su moño perfectamente colocado. La teutona Alessa-Catriona Propster es el foco de atención de sus aficionados, pero la presión le deja sin liderato ante la neozelandesa Ellesse Andrews, dejando un pequeño poso de decepción. Es el único cambio entre los líderes tras una manga espectacular, sin pausa, plena de ritmo y sin espacio para el bostezo.
Los cuatro magníficos -junto al soprendente japonés Elya Hashimoto– posan en la fotografía final. Y aquí no se apagan las luces. Todo lo contrario. Desaparecen los colores y vuelve el blanco fluorescente que ilumina por completo este velódromo sin nombre ni patrocinador. Como en las pruebas ciclistas de carretera, es el turno de los operarios de desmontaje y sus cascos mientras el periodista -después de tuitear o postear en directo la prueba- se apresta a escribir una crónica de urgencia con todo lo vivido casi de forma frenética.
Unos minutos después el ordenador portátil se cierra. Cueto, siempre atenta, desciende hasta la ya desmontada sala de prensa, para despedirse. Le pido una foto de recuerdo y abandonamos un velódromo ya vacío de espectadores, en silencio, en calma tras agradecimientos mutuos. Subo los 17 metros del agujero y despido a la impertérrita guardia de seguridad que sigue en la puerta. Ahora bajo la lluvia, el elemento que nunca molesta en esta modalidad ciclista, y el frío pasando de la manga corta del interior a la larga polar para el frío berlinés. Camino unos metros hacia el hotel y me giro -como cuando despides a una persona querida para ver si engarza tu mirada-, pero ya no hay velódromo. Sigue engullido en la tierra. No te mira, pero te espera ahí seguro el año próximo. El huerto de manzanos sigue de testigo fiel.