El ciclismo, deporte de sobremesa y tentado de siesta, sabe diferente cuando se disputa a deshoras, fuera de los horarios más habituales, tan diferente como para decir que a veces los mejores triunfos se producen cuando otros duermen o van a ir a dormir.
En el eterno debate de dónde está la esencia máxima del ciclismo siempre surgen los dos escenarios: grandes vueltas o clásicas de un día. Para mí, la verdad, está en las segundas.
¿Por qué? pues muy sencillo, porque ponen los nervios a flor de piel, porque no hay partido de vuelta, ni opción de enmendar, porque ponen toda la exigencia sobre el deportista, a sabiendas que no tendrá otra carta por jugar, porque concentran todas las características de este bello deporte en un momento, un instante: soledad, sufrimiento, emoción, nervios y condición física, porque sin un estado insultante es imposible disputar nada.
En España las clásicas y carreras de un día han sido largamente ignoradas, incluso hoy en día calan, pero piano piano, y eso que en los últimos veinte años hemos vivido buenos momentos en este tipo de carreras.
De hecho, si yo hubiera de escoger grandes instantes que me ha tocado vivir, me quedaría con dos, largamente glosados, y ambos además han sido lejos de aquí, en zonas de usos horarios muy diferentes, dándonos ciclismo a deshoras, lejos de esas sobremesas de Tour y Vuelta.
El primer momento, lo tendréis presente, fue ese domingo de octubre del 95, una jornada inolvidable por Boyacá, la tierra de Nairo, que por aquel entonces sería un retoño de cinco años.
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