Con Perico Delgado retirado a principios de los 90, ya olvidadas las estrellas españolas del pasado como los Ocaña, Fuente, Martín Bahamontes y compañía, aparecieron otros campeones, algunos estratosféricos como Miguel Indurain, y otros más modestos, pero la mayoría sin un carisma especialísimo. No había manera de llegar al gran público si no hubiese sido por las victorias y victorias que acumulaba el enorme navarro. Nadie, excepto el malogrado Chaba Jiménez, levantaba pasiones desbordadas por el simple hecho de existir. Hasta que llegó Purito.
Hablamos de personalidad, de ese enganche especial con el público, con el aficionado y hasta con los medios de comunicación. Joaquim Rodríguez Oliver (Parets del Vallès, Barcelona, Cataluña, 1979) no salió de la nada cuando nos deleitó con sus victorias en las clásicas, en el Tour de Francia o cuando casi, por aquellos fatídicos 16 segundos, gana el Giro de 2012. Venía avisando desde tiempos atrás.
Da igual que ganara nueve etapas en la Vuelta, que fuera el mejor escalador en 2005, que en el Tour pescara otras tres etapas y dos en el Giro, -uno de los 85 corredores de la historia en ganar en las tres grandes– que Lombardía -la prueba de su último dorsal– llevara escrito su nombre en dos ocasiones consecutivas (2012 y 2013), o que conquistara La Flecha Valona y fuera campeón de España de fondo en ruta. No importa, tampoco, que fuera el mejor corredor del mundo para la UCI en 2010, 2012 y 2013, y que casi tocara la gloria en el Mundial de Florencia de 2013, sin olvidar que acabó tercero en el de Mendrisio de 2009, aquel que casi nadie recuerda… da igual. Lo que importaba era él.
Su sinceridad, su trato, su calidez con el aficionado, su respuesta inmediata, su espontaneidad, su cercanía, su pasión por la bicicleta, su lucha sin descanso sobre la bici. “A mí me gusta montar en bicicleta, es mi pasión”, me dijo una vez en su Andorra de acogida después de que se le escapara el Giro. Estaba finísimo, realmente delgado. Se pidió una zero. No escatimaba minutos, se entregaba en el día a día por entrenar, por competir, por ganar, pero también por tratar bien al aficionado, por hacerse próximo al seguidor que le vitoreaba en los puertos, como en la Gallina, aquella subida inédita que le descubrió a la Vuelta y que –lástima, discúlpenme el atrevimiento pasional- se quedó sin ganar.
Qué más da. Es Purito un compendio de todas las cualidades que el público del ciclismo profesional actual pedía: potencial físico, valentía, cercanía con la gente. En definitiva: carisma. No cabe duda de que si Perico no fuera Perico, al lado de Carlos de Andrés en las retransmisiones estaría este menudo corredor catalán que arrancaba en el último kilómetro de una etapa en alto como alma que lleva al diablo, y ni los especímenes más excelsos del panorama internacional –léase Cancellaras, Boonens, Gilberts, Valverdes y bestias pardas de tal calibre en las épocas doradas- podían seguir aquella rueda exagerada. Qué cambio, qué ritmo. Qué fácil parecía todo.
Pero Purito, como todos los pros, era carne de sacrificio. En Andorra creó alrededor suyo un mundo de entrenamiento global. En el puerto de la Rabassa hacía series con su por entonces compañero Dani Moreno lloviera o hiciera un frío de mil demonios en aquellos inicios de la (siempre gélida) primavera del Principado, en la Gallina se deleitaba con la pasión por sufrir las veces que hiciera falta, en las ‘llanuras’ de la Seu d’Urgell ponía a la grupeta en fila con sus cambios a potencia, y en la conversación de rodaje era el más amigo de todos. No tuvo -recuerdo el instante- ni media mala palabra en mitad de la grupeta de entrenamiento cuando un cicloturista vestido del Lampre le gritó “¡Rui Costa, Rui Costa!” después de perder el Mundial a manos del portugués. Saludó, hizo un guiño y siguió a lo suyo, cuando el resto esperaba la explosión de la tercera Guerra Mundial ante aquella falta de respeto por el que fue, seguramente, el día más duro de su vida deportiva.
Hasta aquella frase malsonante que se le escapó en la zona mixta de meta, llena de rabia, cuando perdió en Florencia a manos de Rui Costa, y que se coló en la retransmisión en directo, hasta aquello, sonó cercano. Sincero porque le salió del alma, traducido en fino, hecho suave, un “Alejandro, ¿por qué no has ido a por Rui, por qué…?”. Sin duda Florencia fue su sueño y su esperanza, y aquella acabó siendo la viva imagen del dolor por la derrota. Era un hombre destrozado en un podio en el que no celebraba su medalla de plata. Lloraba su no-oro. Sabía perfectamente que aquel 2013 había sido su año, su momento. Venía de ser tercero en el centésimo Tour –¡en el Tour!- sólo por detrás de Froome y Nairo, dejando detrás a Contador, a Kreuziger, a Mollema… ¿De qué estamos hablando?
Hablamos de éxitos muy difíciles de conseguir y de saber llevarlo. Porque las personalidades son diferentes en cada ser humano, y el ambiente que uno genera no tiene nada que ver con el de otro. Que se lo digan a un Cadel Evans soso lobo solitario, o a un Purito que levantaba al espectador del sofá y lo hacía irse a la cuneta a animarlo. Nada que ver.
Así pues, no hay otra cosa que agradecer. Han sido tantas las satisfacciones que este corredor ha dado, que se antoja imposible no tener un buen recuerdo. Algunos han llegado a afirmar, al hilo de la historia de este deporte, que Purito ha sido el Poulidor de la década. A priori podría sentar incluso mal que te llamen el segundón… pero analicemos bien los hechos: no hay segundón sin una buena ristra de ciclistas de primer nivel detrás. Purito ha dejado una huella muy marcada, y de hecho si no fuera por fenómenos como el de Sagan, costaría pensar en tener una alma tan viva dentro del actual pelotón. Purito disparaba, y no era precisamente fogueo. Por eso y todo lo demás, se le echará de menos.
* Rafa Mora es exredactor jefe de El Periòdic d’Andorra y actual redactor de este medio.