Es como un alma libre que pulula a sus anchas haciendo lo que se le antoja. En todos los sentidos. Incluso parece que juega con sus rivales, especialmente cuando está en plenitud de forma. Es una especie de regalo que nos ha caído ante nuestros ojos y que debemos saborearlo. En sus primeras apariciones estelares –realmente lo fueron-, se erigió como un salvaje maleducado e insurrecto que desafiaba todas las normas. Celebraba las victorias como un orangután, brazos abajo, hombros caídos, grito de guerra. Parecía vacilar al personal. Hoy se yergue más, mira como de soslayo hacia atrás, a los que le siguen, o mejor dicho, a los que no le siguen. Es como si, mientras cruza la línea de meta, preguntara: “¿Os ha gustado?”.
Es una especie de bestia imparable que si quiere estar en la pomada, estará. Aunque luego encadene desesperadamente segundos puestos. Hasta eso lo engrandece. Es un irreverente que a veces patina como cuando le toca el trasero a una azafata en un podio. Más tarde se le ve en un vídeo musical de Grease en el papel de Danny Zuko sin apenas vergüenza, cuando no te ofrece una retahíla de vídeos en Youtube con sus piruetas y trucos sobre su bici. Es un «showman», un hombre que sabe a qué ha venido y por qué se deja el pelo largo, rara avis en el pelotón.
Peter Sagan dijo un día que el ciclismo de carretera le aburría. Hizo la (aparente) bravuconada de presentarse en los Juegos Olímpicos de Río para competir en mountain bike, y a los hechos nos remitimos si afirmamos que estuvo más que cerca de liarla bien gorda. Su pasado de ciclocross ahí estaba. Es que es un todo terreno, un tipo especial que, guste más o menos, no pasa inadvertido y genera. Genera a su alrededor información y espectáculo (esa distancia tan fina), negocio al fin y al cabo, que es en lo que se ha convertido desde hace tiempo esto de dar pedales a nivel top. Pero que nos quiten lo «bailao», porque no hay placer superior que verle jugarse el tipo a todo o nada en aquel descenso de aquella etapa del Tour que ganó Rubén Plaza, o verle cómo se anotó el pasado Mundial saliendo casi de la nada en aquel sprint zigzagueando rivales… o el anterior quemándose a lo bonzo en el tramo final.
Lo de Richmond fue un escándalo. Una maravilla. Un lujo ver cómo un señor llega un momento, el más duro y decisivo, claro, en el que dice, chavales, esta es mi bala y la voy a disparar. Sin esconderse. Y podría haberlo hecho y aguantar la mano sobre la funda del revólver, teniendo como tiene una punta de velocidad de puro sprinter. No. Dijo que no. De lejos. Allá que se lanzó el eslovaco sin mirar atrás –no como otros-, y empezó a soltar ruedas. Se escucharon las explosiones hasta en la estación espacial internacional que da vueltas a la órbita terrestre. Sufrió el condenado hasta la saciedad y se le vio sentarse y levantarse para meter toda la carne en el asador: plato grande y a remar dando unos palazos a las bielas que harían sufrir a su mecánico. Nadie se retorcía más en el mundo que aquella caja de pedales. Puso su posturita de descenso y aún sacó tiempo, y siguió remando haciéndose el loco por lo que pudiera pasar por detrás, que no era otra cosa que incredulidad e impotencia ante la magistral lección de fuerza y, no lo olvidemos, valentía.
Fue llegar a meta y el mundo entero se dio cuenta de que estaba ante una especie de tótem. Una leyenda. Un hombre llamado a marcar una época como en su tiempo lo hicieron auténticos depredadores como Bobet, como Merckx, com Hinault, como Indurain, como Cancellara, o como –y aunque me duela- Armstrong. Cada uno un tipo genial en lo suyo, en su terreno, y Sagan en el de todos. Porque no es un escalador pero más de una vez ha dado a entender que, si se lo propone, ojo. Porque se espera a ganar al sprint pero también busca escapadas y ataques lejanos y medias montañas. Y en las clásicas… todo eso en un mismo plato. Es maravilloso revisionar algunas de sus carreras para saber exactamente qué ha pasado, cómo se ha llegado a ese punto en el que este hombre de gemelos de futbolista ha reventado la jornada a 30 kilómetros de meta y, en el grupo de cuatro que quedan después de la escabechina, sobre todo es él el que tira del carro y gasta pero también destroza al que lleva a rueda. Y, además, les gana.
Con la temporada empezada, Sagan calienta motores, los espectadores preparan sillones, y el negocio se frota las manos porque no puede desaprovechar la oportunidad de crear leyendas como la que tenemos encima. O más bien delante, reventando al pelotón él solito a base de mandobles a ritmo.