Un aviador tomó vida en la mente de Antoine de Saint-Exupéry. Cayó en desierto y conoció al principito, un personaje de otro mundo, pueril y entrañable. Oyó historias inconexas, increíbles, que escapaban a su comprensión, pero aquel enano de dorados rizos le caló hondo. Nunca volvió a ser el mismo.
Sagan era el principito del peloton. Era fantasía, clave suelta. Lo hizo todo rápido y bien, pero le costaba crecer, despojarse de la juventud que su tez anuncia. Este año ha pasado por todos los estadios, ha oído de todo, ha tragado sapos, vía twitter de su jefe. Si hasta una moto se lo llevó por delante en la Vuelta.
Anónimo, ejemplar, sin mayor trascendencia, se disfrazó de fantasma, fácil pues no tiene selección que le trabaje, que le dé notoriedad. Otras veces, alguno le habría tomado la rueda y la habría matado en meta. Esta vez, tras dejar hacer a alemanes, italianos y belgas, tomó el mando muy al final para no soltarlo hasta cruzada la meta. Sublime, ciertamente porque atacó sólo una vez, una, y valió. Greg Van Avermaet, quien le hundió el en Tour, se retorció, pero con 250 kilómetros en las piernas, te rompe cualquier aleteo de mariposa. Van Avermaet crujió.
En meta show. Tiró la bici, lanzó su casco al respetable. Boonen le señaló, le dijo: “Tú, tú”. Chocaron las manos, de igual a igual, de campeón del mundo a campeón del mundo. Sangre nueva, estirpe de grandes, de los mejores. Sagan es como Boonen, una leyenda a los 25 años. Nos alegra que Sagan gane porque se lo merece como nadie, porque no desistió, porque su único pecado fue ser precoz,…