En los deportes de motor, léase la Fórmula1 y MotoGP como los más conocidos en España, es tradición que tras cruzar la línea de meta todos los participantes, pero especialmente el ganador, disfrute de un último giro a trazado disfrutando de los aplausos de los aficionados. De sus gritos de ánimo. En ocasiones, incluso, parándose con los comisarios de pista para recoger alguna bandera, camiseta, sombrero, pancarta… para pasearla a muy baja velocidad para delirio de sus fans.
Quizá haya que esperar a que escriba sus memorias para saber realmente qué sintió y qué pasaba por la cabeza de Sven Nys durante los algo más de 60 minutos de impotencia que vivió en el Mundial disputado ayer en Tabor. Nunca antes, salvando aquellos en los que no terminó, había cruzado la línea de meta de una cita mundialista tan retrasado respecto al vencedor. Tan alejado de un oro al que por muy poco no dobla en edad. Tan en las antípodas de un corredor contra cuyo padre llegó a competir durante dos campañas. Tan lejos de un chaval que cuando Nys ganó su primera prueba como profesional apenas levantaba un palmo del suelo y no hacía más que gatear.
Sven Nys sabe, como lo sabemos todos, que la de ayer era su última bala. Esa que algunos soldados se guardaban para sí mismos si venían mal dadas y caían en manos enemigas. Sólo un gran Mundial hubiese revivido al Caníbal de Baal. Hubiese maquillado una temporada gris oscura casi negra. El inicio del fin. Pero la naturaleza, que además de sabia es un poco cabrona, se empeñó en constatar lo que todos llevábamos esperando varios años: Nys se hace mayor y en algún momento debía de llegar su declive.
Fue triste verle tan lejos. Lo bueno del ciclismo es que el aficionado, tenga como corredor favorito a quien tenga, sabe reconocer el esfuerzo de todos y cada uno de los rivales de su ídolo. Sabe aplaudir al primero en pasar en señal de reconocimiento a su superioridad y no deja de aplaudir hasta que el último corredor no es más que una sombra en el horizonte, en señal de admiración por su capacidad de esfuerzo y sufrimiento. Pero, sobre todo, el aficionado al ciclismo es agradecido. Es consciente de quienes son esas grandes figuras que marcan una época. Que escriben la épica. Aquellos corredores que, dentro de muchos años, le permitirán contarle a sus nietos aquello de “yo vi correr a ese fulano” y añadir a esa frase la siempre presente dosis de irrealidad que va posándose merced a la niebla de la memoria y el convencimiento de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Y, fue ayer, en torno a las 15:00 horas, cuando el momento se produjo. Desde ese preciso instante, muchos de nosotros podremos decir aquello de “yo vi correr a Nys. Yo le vi dominar. Yo le vi ganar. Le vi machacar” y, poco a poco, con el paso de los años, su figura se irá haciendo más grande. Más icónica. Y hablaremos de cómo se preparaba. Y admiraremos su dedicación obsesiva-compulsiva al entrenamiento. Y discutiremos sobre su rigurosa alimentación. Y recordaremos como viajaba semanalmente al cálido invierno de Mallorca para machacarse entre semana. Y, sobre todo, intentaremos joder a los más jóvenes diciéndoles que ellos nunca verán al Caníbal de Baal saltar sobre las tablas de los circuitos. Nunca asistirán a sus monólogos. Jamás le verán doblar a casi todos sus rivales. Y, en el fondo, añoraremos este tiempo que ahora acaba.
Pero a Sven Nys, que estos días estará en ese extraño estado limítrofe entre la depresión por la confirmación de lo inevitable y el alivio por terminar una parte tan demandante de su vida, le queda todavía un año para decir adiós. Un año que, si me permiten el símil, servirá para hacer esa vuelta de honor que suelen hacer los pilotos de motos y coches. Una temporada en la que volver a los sitios en los que fue grande. En los que se convirtió en eterno. Una campaña en la que cada regreso será una despedida y, a la vez –estoy absolutamente convencido de ello– un homenaje a su grandeza. Una comunión absoluta con los aficionados que han disfrutado con casi 20 años de tiranía. Con dos décadas de demostraciones semanales.
Porque Nys se merece una despedida a lo grande. Modernizó el deporte. Hizo del barro una especialidad más cercana a la ruta en parámetros de preparación y material. Ayudó a la globalización del ciclocross apostando por estar presente en eventos en América para ayudar al despegue definitivo del deporte que se lo ha dado todo. Su caravana siempre fue la última en abandonar el parking de corredores. Nunca se marchó sin hacerse la foto con el último niño. Sin firmar un autógrafo a un fan incondicional.
Por eso y por mucho más, ayer al buen aficionado se le hacía un nudo en el estómago cuando Nys cruzó la meta. Tenemos un brillante futuro por delante y gran parte del mismo se lo debemos a él. Ahora, el próximo invierno, toca devolverle lo mucho que ha dado en forma de aplausos. En forma de homenaje en esa última vuelta en la que debe de recibir el calor de todos. El merecido homenaje. La despedida a lo grande.