El pasado lunes 25 de abril, de resaca de la Lieja-Bastoña-Lieja, la gente se apresura a felicitar al ciclista más singular de la historia del ciclismo español, Alejandro Valverde Belmonte, un ciclista que hace un tiempo describimos en cuatro edades, hasta incluso cinco.
Con 42 años y mil batallas a la espalda, Valverde se ha hecho acreedor a este breve escrito que habla de un corredor que ha sido y es mucho más que un especialista en carreras de un día o vueltas de una o tres semanas, es un tipo con ganas de mejorar perennemente, con la ilusión prendida en los ojos y tatuada en las piernas, la ambición de no tener nunca suficiente y el carácter de caer bien a la amplia mayoría de público.
Al final con todo ello tenemos que, sin ser el mejor en algo concreto, nunca ha parado de crecer, sorprender y mejorar en todo, en bloque, de forma unánime, como si la naturaleza le hubiera bendecido de algo que todos soñaríamos poseer alguna vez.
Para situarle deberíamos irnos al principio de sus principios, para entender, además, la trayectoria de este ciclista que camina por la singularidad más absoluta. Si retrocedemos veinte años, ni más ni menos, veremos ese chaval de Kelme que venía de ganar y machacar en amateurs que tras una campaña de adaptación se puso manos a la obra…
Es la primera de las edades de Valverde, el ciclista imberbe que ganaba con una facilidad pasmosa
Abrió fuego en una etapa de la Vuelta al País Vasco seguida de alguna más antes de la traca de final de año, dos etapas en la Vuelta a España, cuyo podio ya pisó.
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