Los periodistas de ciclismo siempre mienten, escribe Marcos Pereda –pluma privilegiada– en su último libro, Bucle. En su debido contexto, la frase de Marcos no puede ser más cierta. Piénsenlo: ¿qué otra cosa, aparte de las mentiras de los periodistas, puede haber convertido en épica la tarea de un puñado de hombres vestidos con ceñidas licras dando pedales, un día tras otro, un año tras otro, en los mismos sitios y con los mismos objetivos?
La cosa, claro, es un poco más complicada que eso, pero no es menos cierto que durante décadas la ausencia de televisión y la honesta admiración del periodista –que no deja de ser un aficionado más que mira, embelesado, con ojos de niño a esos deportistas– llevaban a nuestros antepasados de la prensa escrita y radiada a salpimentar convenientemente sus crónicas para engrandecer en su justa medida las gestas de unos hombres que, fuera de aquellas páginas, tenían mucho más de humano que de divino y que, gracias a esas mentiras eran semidioses para el resto de los mortales.
Ahora, con televisión en directo desde el inicio hasta la meta, con cámaras en las bicicletas y en los coches, con telemetría en vivo, con Youtube, con Instagram… es difícil, por no decir imposible, añadir ese toque de picante a una crónica y no ser destapado, al instante, como el embustero que los que vivimos esto llevamos tatuado en el ADN. Y, quizás por eso, ahora los periodistas de ciclismo somos unos cabrones. Más o menos.
Anda el pelotón revolucionado por las muchas críticas que está recibiendo en esta primera semana del Tour de Francia de la resurrección. El de la esperanza. El que, como los propios protagonistas de este deporte se encargaron de recordarnos durante el parón coronavírico, podía salvar de la muerte segura al modelo actual del ciclismo del que viven. Del que vivimos.
Andan los ciclistas, decía, con el entrecejo enfurruñado porque los aficionados y los periodistas les hemos afeado algunas de sus conductas durante las primeras etapas del Tour. Porque tras meses de espera y anhelo, nos hemos visto decepcionados en nuestras expectativas. Unas esperanzas, por otra parte, que posiblemente nazcan de las exageraciones que nosotros, los contadores de historias, hemos alimentado durante generaciones.
El problema, y de eso no se dan cuenta los corredores, es que al aficionado se le ha caído la venda de los ojos. Que ya no vale con que en las radios suban el tono un par de octavas y aceleren el verbo transmitiendo una tensión que no es tal. Ya no es suficiente con que los plumillas describamos sufrimientos, agonías y penares que no lo son tanto. Ahora, con cámaras en cada esquina, todo eso tiene que ser cien por cien real.
Los periodistas, que somos unos mentirosos (y que tenemos que respetar los espacios a los que la tipografía nos constriñe), elevamos a la categoría de titular la afirmación de Fran Ventoso por la que aseguraba que “el que quiera espectáculo, que vaya al circo”. Y, efectivamente, el corredor cántabro no dijo (exactamente) eso. “El que quiera espectáculo que vea una clásica, una Strade Bianche, una Roubaix o si no es suficiente que se vaya al circo, porque días como ayer también forman parte de una Gran Vuelta”. Eso es lo que sentenció, en realidad, el de CCC.
El que quiera espectáculo que vea una clásica, una Strade Bianche , una Roubaix o si no es suficiente que se vaya a Circo, porque días como ayer también forman parte de una Gran Vuelta.
— Fran Ventoso (@franventoso) September 3, 2020
Ventoso, que es un tipo fenomenal y que, para lo bueno y para lo malo no se muerde la lengua, tiene toda la razón. Pero también la tiene Gonzalo Vicente cuando asegura que “los ciclistas profesionales creo que olvidan por qué tienen el privilegio de serlo. No es porque mováis muchos vatios. Es porque los aficionados os vemos. Si no hay espectáculo, se os puede ir el chiringuito a la mierda”.
Los ciclistas profesionales creo que olvidan por qué tienen el privilegio de serlo. No es porque mováis muchos watios. Es porque los aficionados os vemos. Si no hay espectáculo, se os puede ir el chiringuito a la mierda. Las seis etapas del #TDF2020 han sido indecentes. Las seis.
— Gonzalo Vicente (@TzaloVS) September 3, 2020
Y sí. Guste o no, el ciclismo, como el resto de deportes, desde el fútbol hasta la petanca, no dejan de ser un show. Un espectáculo. Un divertimento que la gente quiere ver y por el que están dispuestos a invertir tiempo y/o dinero. En definitiva, un circo. Y los atletas son como los trapecistas o los domadores. Nadie quiere ver, pese al terror que pueda producir pensar en un pequeño error, a los primeros saltar sin red o a los segundos meter la cabeza en la boca de un león mellado.
Los periodistas de ciclismo siempre mienten, dice Pereda en su libro. Pero los ciclistas también. Dice Enric Mas que si fuéramos en la bici y viéramos a la velocidad, se nos quitarían las ganas de decir que no hay ataques. Y apuntilla su compañero de equipo, Marc Soler, que “si alguno no lo entiende, que suba a la bici y dé cuatro vueltas”.
Ellos, claro está, están en todo su derecho de aseverar esos extremos y de defender su postura. Pero, sencillamente, no tienen razón. Porque nadie ha criticado el parón de Niza cuando la carretera se convirtió en una pista de hielo, sino las formas. Nadie se ha quejado de que no se atacara a un inatacable Van Aert en Orcières-Merlette, sino que se disfrutó de su exhibición. Nadie se ha enfadado porque ayer no saliera otro De Gendt del grupo delantero en la fase final de la jornada, sino que salivamos con el espectáculo de los abanicos.
En definitiva, y para que lo entiendan todos, lo que ocurre es que se acabó para siempre el tiempo de los periodistas de ciclismo que siempre mienten. Se acabó decir que, pese a que se dieron un paseo, la fatiga acumulada camino de Privas podría pagarse más adelante… ¡si hasta el ganador reconoció que había sido el día más fácil de su vida sobre una bicicleta! Se terminaron los tiempos de glosar la extrema velocidad a la que subió el grupo de favoritos hacia el Monte Aigoual… cuando todo el mundo pudo ver que Lutsenko y Jesús Herrada subieron, tras ir todo el día en fuga, más rápido que el pelotón.
Y no. No se trata de que el que critica, como dice Soler, se tenga que subir a una bicicleta. Porque los profesionales son ellos. Como tampoco se le pide al público del circo que salte de trapecio en trapecio dando siete volteretas o que se enfrente al tigre con un látigo y un vistoso traje como única protección. El aficionado está para criticar lo criticable y aplaudir lo aplaudible. Y bien harían los corredores en escuchar su sentir mayoritario, como el presidente de la plaza tras una faena.
Porque ahora, en pleno siglo XXI, los periodistas de ciclismo ya nunca mentimos y el que quiera convertirse en un ser casi divino, como Van Aert estos días, se lo tiene que ganar a pulso. Pan y circo, que escribió Juvenal. Pero que no se olvide nadie que aquel panem et circenses del poeta romano no era otra cosa que un lamento por la actitud del pueblo de Roma, que había olvidado su derecho de nacimiento a involucrarse en la política. Al aficionado al ciclismo, al revés que entonces, todas las herramientas actuales le han dado voz, voto y mucho que decir en el gobierno de este deporte. Sí, pan y circo.