En un cuarto de siglo Ullrich ha pasado por todos los estadios del ciclismo. Hace 25 años, un niño mofletón y poderoso llamado Jan Ullrich estaba en la antesala de ser el mejor ciclista del mundo. El pequeñín de Rostock, más allá del telón de acero, había sido clave en el derrumbe de la fortaleza de Miguel Indurain, ayudando a Bjarne Riis a perpetrar su éxito , y estaba en capilla de tomar los galones el propio Tour.
Diez años después, la realidad se había mascullado de forma muy diferente a cómo Ullrich y los aficionados imaginaron. Sacado a empujones del ciclismo por la explosión de la Operación Puerto, emprendió una carrera a ninguna parte, para acabar reconociendo que había sido cliente de Eufemiano Fuentes, ese galeno que un día todos presumieron de conocer con la misma rapidez que negaron cualquier vínculo el día que las cosas se pusieron feas.
Recluido en la soledad del lago de Konstanza, un sitio donde por cierto no se debe vivir nada mal, Ullrich buscó en el silencio su mejor cortina de ruido para aislarse de un medio hostil.
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