Cuando hace un par de semanas largas el italiano Alberto Bettiol (EF-Education First) se convirtió en ganador de la Vuelta a Flandes, la inmensa mayoría (por no decir la totalidad) de medios hablábamos de la enorme sorpresa que suponía ese triunfo. Hubo, claro, quien no vio sorpresa alguna y que se apresuró, siempre a toro pasado, a enarcar las cejas mostrando su perplejidad por la sorpresa colectiva de todos aquellos que, ignorantes nosotros, no habíamos visto venir un resultado tan lógico.
Y no, no es este el mismo caso que el de Mathieu van der Poel (Corendon-Circus), el hombre que ha maravillado durante esta temporada de clásicas hasta el punto de éxtasis colectivo que supuso, más que su victoria en la Amstel Gold Race, la manera en la que la consiguió. Y sí, por mucho que los aficionados y cronistas del ciclocross queramos ahora dárnoslas de Nostradamus de feria ambulante, nadie, ni él mismo, habría vaticinado a principios de febrero una irrupción semejante en la ruta. ¿Protagonismo y algún buen papel? Claro, eso sí que entraba dentro de las posibilidades lógicas. Ganar dos clásicas World Tour y dejar a todos con la sensación de que sólo la brutal caída sufrida a 60 kilómetros de Oudenaarde le apartó de su primero Monumento… eso no lo habría firmado ni el siempre optimista Christoph Roodhooft.
Pero ahora que el campeón de Países Bajos ha puesto fin a su campaña de ruta es el momento de tratar de comprender, como decía la canción, qué tiene este chico que a todo el mundo le mola. Porque, por bien que se le haya dado la cosa, irrupciones ruidosas y triunfales ha visto el ciclismo unas cuantas en sus ya muchos años de historia. Ejemplos de hombres capaces de simultanear disciplinas de forma exitosa hay un buen puñado. Corredores capaces de alargar un pico de forma durante más tiempo del que dicta la lógica no son tan extraños, como bien puede atestiguar el actual campeón del mundo, Alejandro Valverde. Entonces, si todo esto no es algo tan sobresaliente, ¿qué hace de Mathieu van der Poel un caso aparentemente único? ¿Qué ha pasado en estas últimas semanas para que el hype de Van der Poel sea el que es? En realidad, la respuesta es, a la vez, tremendamente complicada e insultantemente sencilla: Mathieu van der Poel es ese elemento vintage en un mundo hipermodernizado.
Y decimos que esa respuesta es, a la vez, complicada y sencilla de explicar porque, en realidad, ¿qué diferencia realmente al ciclismo de décadas pasadas con el actual? Quizás, sea bueno que comencemos estableciendo una especie de frontera temporal. Respondiendo una pregunta crucial: ¿cuándo el ciclismo mutó a un deporte tan especializado como para que sus grandes figuras se marcaran una o dos metas casi únicas en todo un año? Aquí cada cual puede poner un nombre, pero fue en algún momento entre finales de los años 80 y principios de los años 90 cuando los mejores vueltómanos comenzaron a mirar con desprecio las carreras de un día y, ante una decadente y herida de muerte Vuelta a España previa al cambio de fechas, Giro y, sobre todo, Tour aparecían como el fin último de todas las cosas. Miguel Indurain, con sus cinco Tours fue, seguramente, el primer gran triunfador de esa nueva era. El navarro no fue el primero en tomar ese camino, pero sí el que demostró empíricamente que los resultados podían ser espectaculares. Él abrió un camino que llegó a su quintaesencia con esos siete Tours que nunca existieron de un Lance Armstrong que llevó la obsesión por la Grande Boucle a límites nunca antes vistos.
El americano, modernizó el asunto no sólo en términos de planificación de la temporada sino también y, sobre todo, de preparación física. Ahora sabemos que él y los suyos se pasaron enormemente de frenada en muchos aspectos, pero todos los ganadores del Tour de Francia que vinieron después bebieron –y beben– de los fundamentos de un ciclismo en el que ya nada se dejaba a la improvisación. En el que se corre a no perder más que a ganar. En el que el nivel de riesgo asumible se calcula metiendo en un programa informático miles de variables. En el que la genialidad de las piernas de cada cual queda eclipsada por los marginal gains de un gel aerodinámico, un casco hiperligero o un tejido con alerones.
Por eso, enamoraron en esos años de tedio hombres como Alberto Contador, Vincenzo Nibali, Purito Rodríguez o el Nairo Quintana de los primeros años. Hombres que, productos de su generación, estudiaban sus objetivos hasta la obsesión, pero cuyo ciclismo era –al menos, en los términos que se usaban esos años– fresco, dinámico y, muy de vez en cuando, anárquico.
Y así han ido pasando los años y los lustros y los aficionados hemos ido asimilando la nueva situación del ciclismo. Víctimas del Síndrome de Estocolmo que ese secuestro por parte de la alta tecnología y la hiperespecialización nos ha provocado, celebrábamos que Froome o Dumoulin se atrevieran a hacer dobletes y tripletes y vibrábamos con ataques valientes por parte de segundas figuras. Era eso o nada y, claro… menos da una piedra.
Y ahora, durante las últimas semanas, nos hemos encontrado a un ciclista excepcional que parece haberse subido a la máquina del tiempo allá a mediados de los años 70 y que ha desembarcado directamente en este siglo XXI para poner en duda todos los preceptos y teorías que se han dado por válidas durante décadas. Mathieu van der Poel ha sacudido los cimientos mismos del ciclismo moderno por su manera de correr setentera. Viene, ya lo sabemos, del ciclocross y la gran duda hace dos meses –pese a que ya había demostrado en el pasado su valía en la ruta ganando, por ejemplo, el nacional de su país– era saber si iba a poder con el gran fondo de las mejores clásicas del calendario internacional. Esa pregunta, en realidad, no la ha contestado. Lo que ha hecho Mathieu van der Poel es plantear cada carrera como una sucesión constante de ciclocrosses. ¿Cómo se define un ciclocross? Felipe Orts lo hace de forma magistral cuando resume: “abrir gas cuando dan la salida e ir a todo lo que da la moto hasta la meta o te quedas sin fuerza”. El alicantino es algo más gráfico en la expresión, pero la idea es la misma.
Así es como Van der Poel ha planteado su táctica descerebrada esta primavera: abrir gas y no bajar la intensidad hasta llegar a la línea de meta. ¿Suicida? Algún día, pasará, claro. Como le ha pasado ya varias veces en el Koppenbergcross. ¿Efectiva? Sólo hay que ver los réditos que le ha dado. ¿Atractiva? ¡Claro! Y ese es el quid de todo el asunto. Nadie corre como él. Ni siquiera Alejandro Valverde, al que tanto hemos elogiado por su inconformismo y su bendita manía de ser competitivo de febrero a octubre, ha hecho gala de ese punto esquizofrénico que ha enamorado al planeta ciclismo. ¡Y no será que no existen ejemplos de aquellas míticas valverdadas que ya empezamos a echar de menos!
Van der Poel llega como una versión mejorada de Valverde. Un heredero digno al murciano que, con su forma de afrontar su profesión –especialmente en los últimos años– ha insuflado algo de naturalidad a un deporte excesivamente impostado. Van der Poel, en definitiva, no ha enamorado por sus triunfos. Tampoco por su indudable clase y elegancia sobre la bicicleta. Como ocurre en el ciclocross, donde suma ya más de 100 triunfos (más los 21 que ya contempla su palmarés rutero), lo que enamora de él es cómo lo hace. Dice Bradley Wiggins que el neerlandés puede ganar una gran vuelta. Dice Van der Poel que ni se le pasa por la cabeza priorizar la ruta sobre el ciclocross y el BTT que, por ese orden, son las disciplinas que más le divierten. Dice Roodhoft que no les temblará la chequera a la hora de apoyar los deseos de su pupilo. Dice Pou Pou, con orgullo de abuelo, que el nieto es mejor que él mismo. Dice Adrie, con muy mal disimulada ausencia de orgullo paterno, que el niño comete todavía muchos errores imperdonables. Que digan todo lo que quieran decir. Quizás todos tengan algo de razón. Quizás todos se equivoquen. ¿Qué más da? Ahora mismo, lo único que habría que decir es siéntense, relájense y disfruten de este regalo. Porque Van der Poel nos ha liberado, por fin, del secuestro al que los años 90 seguían sometiendo al ciclismo.