Henry Desgrange fue una de esas personas trascendentes en la historia del deporte en general, y del ciclismo en particular. Fue ciclista antes que organizador, cocinero antes que fraile. Un personaje “self made” que surgió en medio de un mundo por inventar, de un deporte por crear. Él fue uno de los impulsores del Tour de Francia, que dirigió con mano de hierro. No vacilaba en arremeter contra espectadores, corredores y auxiliares si las cosas no salían como él preveía.
Mariano Cañardo supo de él en primera persona tras leer sus libros e idealizar su personaje. Negociaron a cara de perro el concurso del navarro que supo de las sutilezas del organizador que cambiaba las reglas en función del espectáculo, según el número de diarios que vendía. Si los equipos no daban el tono que él consideraba adecuado, amenazaba con sanciones de tiempo y económicas. Todo fuera por el espectáculo.
Si ayer, Henry Desgrange viera lo que pasó en la etapa, paisajisticamente hablando, más bonita de la Vuelta, creo que no pegaría ojo en varios días. Una etapa, previa a la jornada reina que se sentencia con una escapada que llega con 33 minutos sobre el pelotón.
Siempre hemos hablado maravillas de estos personajes que son equilibristas sin una libra de grasa sobre una bicicleta. Admiramos el oficio ciclista por todo, y loamos aquellas actitudes que van más allá del honor. Recordad esto que un día dijimos de Jean Christophe Péraud cuando se levantó entre quemazones y dolor de la carretera para proseguir la etapa.
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