Lo suyo no era hacer mutis por el foro. Irse de forma callada y sin hacer ruido. No. Eso no lo iba a aceptar ni él ni sus miles de fans. La traca final tenía que ser antológica. Memorable.
Algo que se recordase para siempre. Han pasado diez años y, si piensas en ello, se te sigue encogiendo el corazón. En la bellísima costa Emilia-Romagna y el día de los enamorados. Como si lo hubiese preparado. Allí y entonces se nos fue el que ya era un mito y, como se suele decir, nació la leyenda. ¡Menuda chorrada!. Como si Marco Pantani no fuera ya leyenda antes de su fatal desenlace.
Pantani era un ‘rockero’ del ciclismo. Como también lo era el Chaba Jiménez, de cuya marcha todavía no nos habíamos recuperado aquel 14 de febrero de 2004. Ambos, cada uno a su manera, se largaron a lo James Dean. Con su banda sonora y todo. Porque no me dirán ustedes que el American Pie de Don McLean escrito en honor a la Santísima Trinidad del Rock&Roll formada por Ritchie Valens, Buddy Holly y The Big Bopper y ese ‘el día que la música murió’ no podría adaptarse perfectamente a Pantani.
Pero Pantani era Ritchie Valens, Buddy Holly y The Big Bopper. Y Chuck Berry. Y Jerry Lee Lewis. Y Little Richard. Y Elvis. Y Mick Jagger. Y Lennon-McCartney. Y Dylan. Y Clapton. Y tantos y tantos más. Porque cuando le recordamos, parece increíble que tanto talento pudiese caber en un cuerpecito que apenas levantaba 1,72 metros del suelo.
Y, como dice la canción, febrero nos hizo temblar. Cada periódico, revista, televisión, radio o página web nos hicieron llegar las malas noticias a la puerta de casa de la muerte del Pirata y, con ella, de una forma de entender el ciclismo. Murió como una estrella. Rodeado de misticismo y adoración, pero, a la vez, solo. Incomprendido. Derrotado. Incapaz de digerir que, tras haber tocado el cielo con la punta de los dedos, ya no había nada. Sin comprender que, habiendo coronado en solitario el puerto más alto del ciclismo, ese que te lleva directo al Olimpo de la Historia, ya solo queda la bajada. Y que tras ella ya nunca volvería a encontrarse con una rampa ascendente. Una caída rápida desde una altura de ocho millas.
No pudo Pantani asimilar que sus días de vino y rosas habían terminado y buscó refugio, como tantos antes y después de él, en un mundo vacío y lleno de advenedizos y supuestos amigos. O, quizá, eso era lo único que le quedaba de su paso por el ciclismo. Un deporte que le encumbró y al que él también hizo grande, pero que le escupió fuera en esos años de escándalos y purgas animales.
Su historia, como la de tantos otros juguetes rotos del deporte, aúna, en un corto periodo de tiempo, la gloria y el fracaso. La fama y el olvido. El reconocimiento y el ostracismo. Su caída en desgracia deportiva le llevó al repudio social. Los mismos que le jaleaban y le animaban desde la cuneta, le miraban mal y le evitaban. Luego, algunos derramaron lágrimas de verdad, pero otros, pasados estos diez años, seguramente no recuerden si lloraron.
Decir que el principio del fin fue la funesta tarde del 99 en Madonna di Campiglio sería hacerle un flaco favor a la inteligencia y al propio Pantani. Porque Marco Pantani era mucho más complejo que todo aquello. Tampoco hay que darle más vueltas a lo que pasó en el Ventoux y que él entendió como una afrenta y una humillación. Quizá sólo él podría haberlo entendido así.
El principio del fin de Marco Pantani se empezó a escribir mucho antes. Cuando los genes, Dios, el Destino o quien sea que nos imprime a cada uno de nosotros nuestro carácter le dio al Pirata ese pozo insondable y oscuro mezcla de ego, necesidad de reconocimiento, hambre de triunfo, megalomanía, inseguridad… que ninguno comprendimos y en el que se hundió sin remedio.
Han pasado diez. Muchos todavía podemos recordar como su música nos hacía sonreír con sus espectaculares ascensiones de raza y pura fuerza. Y añoramos esos momentos en los que nos hizo felices por un rato con sus shows. Los buenos y los malos, que también los hubo.
Y durante diez años hemos estado solos y su hueco no parece que pueda ser nunca cubierto por nadie, porque lo que hacía de él un ciclista especial no era tanto su talento ni su clase, sino que él y sólo él era Marco Pantani. El Pirata. Igual que muchos han intentado imitar a Elvis, pero sólo pueden hacerlo en su época de Las Vegas. Gordo, alcoholizado y siendo una caricatura de sí mismo. Nadie se atreve con el Elvis joven que era la viva reencarnación de Satanás para las madres de las jovencitas que gritaban y se desmayaban al ritmo de su pelvis. El hueco de ese Pantani radiante de rosa y amarillo que no rodaba sino volaba por las cimas de los Alpes y los Pirineos no puede ni podrá ser reemplazado.
Ese día 14 de febrero de 2004 todos estábamos en el mismo sitio asistiendo al desmantelamiento y caída de una generación perdida para el ciclismo que hoy, diez años después y tras la confesión de Lance Armstrong, parece haber desaparecido para siempre, demostrándonos que ningún ángel pudo nacer de ese infierno. Asistiendo, al fin y al cabo, al final que, aunque nadie quiso mentarlo, era el lógico para una figura como la del Pirata.
Ese día murió la música en el ciclismo.
No comprendo estas mistificaciones que hablan de los que no valoran, los que no recuerdan… Los rockeros drogotas pueden ser introspectivos e interesantes; los ciclistas drogotas son un fraude, los mires por donde los mires.